Por Ramón Ceballo
Los políticos cada día que pasa carecen de credibilidad. El deterioro de la imagen de los dirigentes partidarios ha contribuido a erosionar el sistema democrático sobre todo en los países del Tercer Mundo.
La falta de fe por el doble discurso de los candidatos a los cargos electivos ha frustrado a los pueblos.
Cansado por el engaño existe una corriente contraria a la política populista, clientelita y oportunista que hace del poder un instrumento demagogo para sacar ventajas.
Los corruptos buscan la forma de reciclarse y ganar espacio haciendo de la impunidad un estilo de vida que les permita disfrutar de los bienes adquiridos. En medio de esta descomposición socio-económica, política partidaria, surgen en cada país y en su momento hombres y mujeres confiables capaces de capitalizar el sentimiento popular de un cambio de rumbo en la política y los partidos y eso hay que estimularlo.
Una de las muchas tragedias que han abatido a nuestra sociedad en las últimas décadas ha sido la reiterada incoherencia de sus personajes públicos. A muy pocos les ha resultado posible armonizar sus predicamentos cuando son aspirantes al poder, con sus hechos en el ejercicio de este último.
No hemos tardado en verlos o escucharlos defendiendo o haciéndose el desentendido en aspectos que apenas ayer formaban parte de sus supuestas posiciones de principio. Más pudo el interés por preservar sus abundantes canonjías que el costo a pagar por la firmeza.
Por esas constantes mutaciones y frecuentes abandonos de esquemas conceptuales enarbolados durante años, sería injusto dejar de reconocer cuando se producen las excepciones.
Ha devenido en algo tan normal lo contrario, que nos hemos ido acostumbrando a las sistemáticas decepciones de quienes poco tiempo atrás eran casi nuestros ídolos, los paradigmas que nos servían de estímulos en la difícil ilusión de confiar que no todo estaba irremisiblemente perdido.