Por Dr. Ramón Ceballo
La política internacional de Donald Trump, lejos de ser un ejercicio de diplomacia o cooperación, se ha convertido en una estrategia agresiva que apunta a someter a quienes desafían los intereses de Estados Unidos.
Su estilo es claro: confrontar, sancionar y aislar a todo gobierno o liderazgo que cuestione la hegemonía norteamericana, sin importar las consecuencias sociales o políticas que esas medidas provoquen en la región.
Trump no busca “hacer un paseo por el parque”; su narrativa está orientada a la acción directa y coercitiva. El guion es viejo, pero renovado con propaganda trumpista: primero fueron los acusados de comunistas, luego los señalados como terroristas, y ahora la etiqueta predilecta es el narcotráfico. Cualquier Estado, movimiento social o liderazgo que se resista a los designios de Washington corre el riesgo de ser demonizado bajo este marco acusatorio.
En América Latina, la confrontación no es gratuita. Trump es consciente de que China y Rusia buscan expandir su influencia en la región, ofreciendo inversiones, cooperación tecnológica y respaldo político. Ante ese escenario, la estrategia trumpista no apuesta al diálogo ni al respeto a la soberanía, sino al viejo método imperial: sanciones económicas, presión diplomática, aislamiento internacional y, cuando lo considera necesario, la presencia política y militar.
El patriotismo de Trump tiene un costado profundamente dictatorial e imperialista. Se vende como defensor de los valores estadounidenses, pero en realidad instrumentaliza esos valores para justificar una agenda de dominación. Quien se atreva a levantar una voz crítica es silenciado, presionado o convertido en enemigo público.
Su reputación internacional es, en consecuencia, tóxica: un líder que prioriza el garrote sobre la diplomacia, y que entiende las relaciones exteriores no como un intercambio justo entre naciones, sino como un campo de batalla donde solo puede quedar en pie quien se alinee a su narrativa.
Esta política no enamora al mundo ni construye alianzas duraderas; al contrario, multiplica el resentimiento y refuerza la idea de que Estados Unidos sigue aferrado a una lógica imperial. América Latina, con sus heridas históricas frente a la injerencia extranjera, percibe en Trump la continuación de una tradición de intervencionismo maquillado con un discurso de “seguridad nacional” que en realidad busca blindar los intereses económicos y geopolíticos de Washington.
La propaganda trumpista intenta presentar esta estrategia como un acto de patriotismo y defensa de la democracia. Sin embargo, cuando se analizan las consecuencias —quiebre de economías locales, desestabilización política y criminalización de la disidencia—, lo que emerge es una doctrina que impone sumisión por miedo y coerción, no por admiración ni respeto.
Estados Unidos ha reactivado sus viejas estrategias de presión, extorsionando a pequeños estados y montando un show mediático, utilizando acusaciones infundadas cuyo verdadero fin es acceder, de manera encubierta, a sus riquezas naturales. Lejos de inaugurar un nuevo orden mundial, Donald Trump solo recicla un esquema de dominación que la Casa Blanca ha aplicado durante décadas, obligar a los pueblos a alinearse con un sistema impuesto desde Washington.
Un sistema que, bajo nuevas etiquetas, pretende mostrarse como inevitable, aunque fuera de sus fronteras ya no seduce, ni convence, ni tiene legitimidad.
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