Por Doctor Ramón Ceballo
La situación penitenciaria en la
República Dominicana sigue siendo un reflejo brutal del fracaso del Estado en
garantizar derechos humanos básicos. Con 41 centros de privación de libertad, 19 bajo el modelo tradicional
y 22 del llamado “nuevo modelo”, el país enfrenta un hacinamiento del 157 %, una cifra que no solo desborda la
capacidad instalada, sino que coloca a las cárceles en un estado de colapso estructural.
Este panorama obliga a repensar con urgencia el uso indiscriminado de la prisión preventiva, medida que afecta a más del 60 % de la población reclusa y convierte las cárceles en depósitos humanos donde se castiga sin condena.
La sobrepoblación penitenciaria no
es únicamente un problema logístico; es un síntoma de un sistema de justicia
que, en lugar de garantizar derechos, los vulnera. Mantener a miles de
ciudadanos tras las rejas sin sentencia definitiva no solo incrementa la
presión sobre los recintos penitenciarios, sino que reproduce un ciclo de
exclusión, violencia y estigmatización social.
En este contexto, explorar alternativas
como los brazaletes electrónicos y otras medidas de control no privativas de
libertad deja de ser un recurso opcional para convertirse en una necesidad
inaplazable. Se trata de descongestionar cárceles colapsadas, pero
también de garantizar que la justicia no se confunda con venganza anticipada ni
con la violación sistemática de derechos fundamentales.
De las 24,671 personas privadas de libertad en las cárceles dominicanas,
más de 15,276 se encuentran en prisión
preventiva, es decir, privadas de libertad sin una sentencia definitiva.
Esto significa que seis de cada diez
reclusos aún no han sido declarados culpables, pero sufren condiciones
infrahumanas en espacios sobrepoblados, violentos y sin acceso a programas de
reinserción.
Este abuso de la prisión preventiva
refleja un poder judicial lento,
ineficiente y punitivo, que ha convertido esta medida excepcional en la
regla general.
En lugar de seguir invirtiendo en
cárceles inhumanas, la implementación
masiva de brazaletes electrónicos permitiría dar seguimiento y control a
procesados en espera de juicio. Esta herramienta ya ha demostrado ser eficaz en
otros países de la región, donde ha reducido el hacinamiento sin debilitar la
seguridad ciudadana. Además, resulta mucho más económica: el costo de mantener
un reo en prisión es significativamente mayor que el de un monitoreo
electrónico.
El país mantiene dos modelos penitenciarios paralelos,
el tradicional, plagado de corrupción, violencia y abandono, y el “nuevo
modelo”, con algunas mejoras pero incapaz de responder al colapso generalizado.
La coexistencia de ambos sistemas
revela la falta de voluntad política para transformar de raíz el sistema
penitenciario. Ningún modelo es sostenible si se sigue encarcelando a miles de
personas de manera preventiva, sin una condena firme y sin explorar
alternativas jurídicas.
No se trata de impunidad ni de
“flexibilizar” la justicia. Se trata de reconocer que el hacinamiento carcelario es también una violación a los derechos
humanos. Personas privadas de libertad en condiciones indignas no
reciben justicia; son víctimas de un Estado que los invisibiliza. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos
ha advertido en múltiples ocasiones que la prisión preventiva debe ser
excepcional, nunca la regla.
La crisis carcelaria dominicana
exige medidas inmediatas:
- Revisión
judicial de todos los casos en prisión preventiva para evitar detenciones prolongadas injustificadas.
- Ampliación
del uso de brazaletes electrónicos como medida cautelar.
- Tribunales
especializados y más ágiles
para acelerar los procesos penales.
- Programas
de justicia restaurativa
que permitan a los procesados reparar el daño sin necesidad de un
encarcelamiento prolongado.
- Reforma
integral del Ministerio Público y el Poder Judicial, que priorice derechos humanos
y eficacia procesal.