Partidos infiltrados, dinero sucio y el colapso moral del sistema político dominicano
Por Dr. Ramón Ceballo
El crimen organizado ya no actúa
desde las sombras, se sienta en las mesas del poder, financia campañas y
penetra las estructuras partidarias.
La República Dominicana, como gran parte de América Latina, enfrenta una crisis política donde los partidos han dejado de ser mediadores sociales para convertirse en plataformas de impunidad y refugio del dinero ilícito.
En toda la región, desde México
hasta Argentina, los escándalos de financiamiento electoral ilegal, lavado de
activos y complicidades con redes criminales han corroído la confianza en las
instituciones democráticas.
La lógica es la misma: el dinero del
narcotráfico, de la corrupción o de empresas constructoras como Odebrecht no
busca solo enriquecimiento, sino control político. Y lo consigue.
En el caso dominicano, la
penetración del crimen organizado en la política no es una hipótesis, sino una
evidencia documentada. El caso Odebrecht
reveló la compra sistemática de voluntades y la captura de decisiones públicas
a cambio de sobornos millonarios.
A ello se suman las denuncias de lavado de activos, corrupción estructural y
vínculos con el narcotráfico, que han alcanzado a dirigentes de todos
los partidos, erosionando la credibilidad de un sistema donde la ética ha sido
sustituida por la conveniencia.
Los partidos, que en teoría deberían
canalizar la voluntad ciudadana, hoy operan como vehículos de impunidad. Las estructuras de control interno son
débiles o inexistentes, las auditorías partidarias nunca se hacen públicas y
las sanciones políticas son excepcionales. La justicia actúa con lentitud,
selectividad o silencio, consolidando la percepción de que el poder económico y
el crimen tienen más influencia que la ley.
Este deterioro no solo corrompe la
política, corroe la democracia desde
adentro. Cuando el voto se compra, cuando los contratos se negocian
antes de los comicios, cuando los candidatos se eligen por el tamaño de su
chequera o su cercanía al narcotráfico, el pueblo deja de ser soberano. Lo que
queda es una democracia formal, secuestrada por intereses ilegítimos y
sostenida por apariencias institucionales.
Hoy, cuando la sociedad dominicana
enfrenta una crisis de confianza sin precedentes, resulta urgente recordar que
la corrupción y el crimen organizado no solo roban dinero: roban futuro. Mientras los partidos
continúen siendo vehículos de impunidad, la democracia seguirá siendo rehén del
poder económico criminal.
El creciente abstencionismo electoral, que en las últimas elecciones superó el
46 %, no es apatía: es una forma de protesta silenciosa frente a un sistema que
la ciudadanía percibe como cerrado, corrupto y dominado por los mismos
intereses que dice combatir.
La lucha por rescatar la democracia
pasa por desmontar esas redes de complicidad, exigir transparencia real y
construir partidos al servicio del país, no de sus financistas. De lo
contrario, seguiremos votando cada cuatro años para legitimar un modelo de
poder donde el crimen y la política se confunden, y donde el Estado termina
siendo cómplice de su propio secuestro.
