Por Dr. Ramón Ceballo
En un país donde el miedo aún pesa más que la justicia, el acoso, la agresión y
el abuso sexual siguen siendo heridas profundas que desangran la dignidad
colectiva.
No se trata solo de cifras o titulares: es un drama humano que exige
conciencia, educación y valentía social para romper el silencio.
El acoso, la agresión y el abuso sexual son heridas abiertas que siguen sangrando en el cuerpo social del siglo XXI. Pese a los avances legislativos, las campañas de sensibilización y los discursos institucionales, la realidad cotidiana continúa mostrando un panorama desolador: mujeres, niñas, adolescentes e incluso hombres siguen siendo víctimas de una violencia que hiere el cuerpo, quiebra el alma y deja cicatrices imposibles de borrar.
En la República Dominicana, las
cifras oficiales del Ministerio de la Mujer y la Procuraduría General de la
República reflejan un aumento sostenido de denuncias por delitos sexuales. Solo
en 2024 se registraron más de 8,500
casos de abuso y agresión sexual, y los especialistas estiman que existe
una cifra oculta que podría triplicar ese número. El miedo, la vergüenza y la
desconfianza en el sistema judicial siguen siendo las principales razones del
silencio.
El acoso sexual, esa forma “invisible” de violencia que se esconde en
los espacios laborales, escolares y digitales, continúa normalizado.
Comentarios lascivos, insinuaciones, chantajes o contactos no consentidos
forman parte de una cotidianidad que muchas víctimas enfrentan en silencio. Y
cuando se atreven a denunciar, son muchas veces doblemente violentadas: primero
por el agresor y luego por una sociedad que las culpa, las juzga o las
silencia.
Más estremecedor aún es el abuso sexual infantil, una tragedia
persistente que ocurre, en la mayoría de los casos, dentro del entorno familiar
o cercano. Entre 2020 y 2024, la Unidad de Atención a Víctimas de Violencia de
Género y Delitos Sexuales reportó más de 15,000 denuncias de abuso contra menores de edad. Estas cifras
revelan no solo la magnitud del problema, sino también las grietas
estructurales en los mecanismos de prevención, detección y sanción.
El daño psicológico que dejan estas
experiencias es devastador: depresión, ansiedad, insomnio, trastornos de estrés
postraumático, pérdida de autoestima y dificultad para establecer relaciones de
confianza. Muchas víctimas interrumpen sus estudios, abandonan sus trabajos o
quedan atrapadas en un ciclo de culpa y miedo. El abuso no termina con el acto,
se prolonga en la memoria y se convierte en un peso que acompaña toda la vida.
Pero este no es un problema aislado
ni individual, tiene raíces culturales
y estructurales. En sociedades donde la educación sexual sigue siendo un
tabú y el machismo define las relaciones de poder, el agresor se siente
protegido por la impunidad. El silencio social, ese que justifica, minimiza o
evita hablar del tema, se convierte en el cómplice más fiel de la violencia.
A ello se suma un sistema judicial
que todavía exhibe graves debilidades:
falta de personal especializado, procesos lentos, investigaciones deficientes y
audiencias que revictimizan a quienes buscan justicia.
No es raro que una mujer sea
sometida a interrogatorios humillantes o a juicios donde su palabra se pone en
duda frente a la del agresor. Cada fallo sin condena, cada expediente que
duerme en un tribunal, refuerza la desconfianza de las víctimas y perpetúa el
miedo a denunciar.
Frente a esta realidad, no basta con endurecer las penas. Se
requiere una transformación profunda del Estado y de la conciencia colectiva.
La educación debe ser el primer eslabón del cambio, escuelas donde se enseñe el
respeto, el consentimiento y la dignidad; lugares de trabajo con protocolos
reales contra el acoso; medios de comunicación comprometidos con la ética y la
sensibilidad; y un sistema judicial que actúe con humanidad y perspectiva de
género.
Cada caso de abuso no denunciado es
una derrota moral de la sociedad. Cada silencio, un reflejo del miedo que
todavía nos domina. Pero cada voz que se atreve a hablar representa una
posibilidad de cambio, un grito que rompe el círculo de la impunidad y siembra
la esperanza de una justicia más humana.
El acoso y el abuso sexual no son
temas de moda ni consignas de un sector. Son una emergencia social y moral que nos concierne a todos: al Estado, a
las familias, a la prensa y a la ciudadanía. Callar ante esta violencia no nos
hace neutrales. Nos hace cómplices.
