Por Dr. Ramón Ceballo
Hay sentimientos que destruyen en silencio. La envidia es uno de ellos: una sombra que se alimenta del brillo ajeno y se disfraza de indiferencia, ironía o cortesía. T
Todos, en algún
momento, la hemos sentido, esa punzada incómoda ante el éxito de otro, pero
pocos reconocen su poder corrosivo.
Del latín invidia, este sentimiento combina frustración y deseo, y cuando se arraiga, se convierte en una fuerza que distorsiona la percepción, envenena las relaciones y enferma el alma. No es solo una emoción pasajera: es una patología social que, en los tiempos de las redes y la comparación constante, parece más viva que nunca.
Psicólogos, filósofos y estudiosos
del comportamiento coinciden en que la envidia nace de la frustración. El
individuo envidioso se siente incapaz de alcanzar lo que otros logran y, en
lugar de motivarse, desarrolla resentimiento. Le resulta imposible alegrarse
por los triunfos ajenos y canaliza su malestar en forma de hostilidad,
difamación o deseo de sabotear al otro.
La raíz profunda de la envidia es la
baja autoestima. Quien la padece tiende a compararse constantemente,
subestimando sus propias capacidades y magnificando las de los demás. Esa
percepción de inferioridad lo lleva a sentirse amenazado por quienes considera
más valiosos o exitosos, reaccionando con críticas, sarcasmos y actitudes
pasivo-agresivas.
El envidioso suele disimular su
malestar tras una máscara de cordialidad. Sonríe mientras lanza ironías o
rumores, aparenta desinterés pero busca inmiscuirse en la vida ajena. Se queja
de todo, se alimenta de la negatividad y raramente comparte información sobre
sí mismo. Su ego, aunque frágil, necesita atención constante, por lo que
procura ser el centro de las conversaciones y del reconocimiento social.
Desde el punto de vista psicológico,
la envidia deteriora las relaciones humanas. Quien vive bajo su influencia se
distancia de los demás, sabotea vínculos y destruye confianzas. A menudo se
asocia a cuadros de ansiedad, depresión, agresividad o melancolía, que terminan
afectando tanto la vida familiar como laboral y social.
Históricamente, la envidia ha sido
un tema recurrente en la cultura y la religión. Los griegos la llamaban phthonos
y la representaban como una fuerza oscura que corrompía el alma. Los romanos la
personificaron como una diosa, hija de la noche, y la describían con rasgos
monstruosos, mitad mujer y mitad serpiente.
En la tradición católica, la envidia
ocupa un lugar entre los siete pecados capitales, al considerarse fuente de
otros males, pues quien envidia no solo desea lo ajeno, sino que se complace en
la desgracia del otro.
Curiosamente, algunas culturas
populares desarrollaron amuletos y rituales para protegerse de la envidia, como
el “mal de ojo”. Los griegos untaban a los niños con lodo del fondo de los baños
públicos para evitar la mirada maliciosa de quienes deseaban su desgracia.
Detrás de esos símbolos antiguos se esconde una verdad profunda: la envidia
siempre ha sido vista como una amenaza al equilibrio social y emocional.
Los especialistas coinciden en que
aceptar la existencia de la envidia es el primer paso para controlarla.
Reconocerla no implica debilidad, sino madurez emocional. Quien asume sus
carencias y trabaja en fortalecer su autoestima, logra transformar ese
sentimiento destructivo en un impulso de superación. En cambio, negarla
perpetúa el sufrimiento interior y la amargura hacia el mundo.
En definitiva, la envidia es un
espejo que refleja nuestras inseguridades. En vez de mirar con resentimiento
los logros ajenos, deberíamos aprender de ellos. El verdadero antídoto contra
la envidia no es la competencia ni el desprecio, sino la gratitud, la
autocomprensión y la capacidad de celebrar el éxito de los demás como parte del
crecimiento colectivo.
“La envidia es el homenaje que la
mediocridad rinde al talento.”
— Fulton J. Sheen
Artículo escrito
en Oct. 27, 2016
