Por Doctor Ramón Ceballo
A comienzos del siglo XXI, el sistema político dominicano inició
un proceso de transformación silenciosa que cambió por completo la naturaleza
de los partidos.
El Partido Revolucionario Dominicano (PRD), históricamente símbolo de participación popular y organización de masas, fue uno de los primeros en abandonar su estructura tradicional basada en comités de base, para adoptar un modelo puramente electoral. Aquella decisión, justificada en nombre de la “modernización”, desarticuló la red orgánica que servía de vínculo entre el liderazgo y la militancia.
Después de finalizar el gobierno de Hipólito Mejía (2000-2004),
y ya el PRD en la oposición, el cambio se consolidó. La meritocracia y los años
de trabajo político fueron relegados a un segundo plano. En su lugar, el dinero
se convirtió en el principal requisito para aspirar a posiciones internas o
cargos públicos.
La política dejó de ser un ejercicio de compromiso y servicio,
para transformarse en un espacio donde prevalece la capacidad económica sobre
la trayectoria y la preparación. Así nació una nueva cultura política: la del
“inversionista electoral”, donde quien más aporta, más poder obtiene.
En los años siguientes, bajo la administración de Leonel
Fernández y el PLD, esta tendencia se institucionalizó. Las reformas a la Ley Electoral (Ley 275-97) y
posteriormente la Ley de Partidos,
Agrupaciones y Movimientos Políticos (Ley 33-18), si bien introdujeron
mecanismos de control y transparencia formal, en la práctica abrieron un flanco
vulnerable al financiamiento ilícito y la influencia del crimen organizado.
La ausencia de un régimen efectivo de sanciones y la débil
fiscalización del gasto electoral facilitaron la entrada de capitales de origen
dudoso en las campañas.
Al mismo tiempo, se incentivó el clientelismo como
herramienta de control político. Los partidos sustituyeron la participación
voluntaria y la formación ideológica por la distribución de recursos, empleos y
favores. Las estructuras territoriales, que antes servían para organizar y
movilizar a la ciudadanía, fueron convertidas en redes de dependencia
económica.
Con ello, la militancia dejó de actuar por convicción y pasó a responder
a estímulos materiales. El voto, más que una expresión de conciencia, se
transformó en una transacción.
Hoy, los efectos de esas decisiones son evidentes. Los partidos
políticos ya no son espacios de formación cívica ni de construcción de liderazgo.
Se comportan como empresas electorales que operan bajo la lógica del mercado:
el dinero sustituye al mérito, las alianzas coyunturales reemplazan la
convicción ideológica y las estructuras solo se activan en tiempos de
elecciones.
La militancia, otrora protagonista de la acción política, ha
quedado reducida a una masa clientelar, movida por promesas y prebendas. El
resultado es un sistema político debilitado, donde la corrupción se normaliza y
la ciudadanía pierde confianza en la representación democrática.
El liderazgo genuino, formado en el debate, la organización y el
servicio, ha sido desplazado por figuras que compran notoriedad mediática o
financian su ascenso. El dinero no solo decide candidaturas, sino también
políticas públicas, contratos y decisiones institucionales.
Repensar la estructura de los partidos es una tarea urgente. Sin
mecanismos que premien el mérito, garanticen la transparencia y limiten la
influencia del dinero, la democracia dominicana seguirá erosionándose desde
dentro.
Los partidos deben volver a sus raíces, ser escuelas de
ciudadanía, espacios de debate y herramientas de transformación social. De lo
contrario, la política continuará siendo un negocio lucrativo para unos pocos y
un espectáculo vacío para las mayorías.
