Por Doctor Ramón Ceballo
Durante más de medio siglo, Estados Unidos ha perfeccionado un arte sutil y peligroso, el arte de nombrar al enemigo.
En la Guerra Fría fueron
“comunistas”; en la era Bush, “terroristas”; y ahora, en pleno siglo XXI, la
etiqueta de moda es “narcotraficantes”.
Lo inquietante no es la palabra que elijan, sino la función política que cumple, justificar la injerencia, criminalizar gobiernos incómodos y disciplinar a los países que se atreven a actuar con soberanía.
La narrativa cambia, pero la doctrina permanece intacta.
La primera gran operación semántica ocurrió tras 1947. Bastaba
que un gobierno latinoamericano hablase de reforma agraria o nacionalización
para que Washington lo acusara de “comunista”, aunque su partido fuera
socialdemócrata, nacionalista o simplemente independiente.
La etiqueta funcionó como un pasaporte para golpes de Estado,
invasiones y dictaduras militares sostenidas bajo la excusa del “peligro rojo”.
Era la época en que defender la soberanía equivalía a conspirar con Moscú.
Después del 11 de septiembre, el enemigo mutó, no había Unión Soviética que exhibir, pero el
arsenal ideológico de EE. UU. necesitaba un sustituto. Y lo encontró.
La “guerra contra el terrorismo” se convirtió en una cruzada
global que permitió bombardear países, controlar fronteras, espiar ciudadanos y
derrocar gobiernos extranjeros bajo el argumento de la “seguridad nacional”.
Quien era señalado como terrorista quedaba automáticamente
fuera del orden internacional. La palabra funcionaba como condena universal.
Hoy, la narrativa dominante es otra, el narcotráfico. Una forma
de criminalización que no solo persigue individuos, sino gobiernos
enteros.
La categoría de “narco-Estado” tiene la elasticidad suficiente
para aplicarse a cualquier líder latinoamericano que no se subordine a las
prioridades geopolíticas de Washington.
Se acusa, se sanciona, se bloquea, se aísla diplomáticamente. En
algunos casos se llega incluso a ofrecer recompensas millonarias por
presidentes en ejercicio.
Todo esto sin necesidad de una intervención militar directa,
basta la opinión pública y el aparato judicial estadounidense, que funciona
extraterritorialmente cuando conviene.
El patrón se repite, cada vez que entra en crisis un paradigma,
Estados Unidos fabrica uno nuevo.
Ya no pueden justificar la intervención diciendo “defendemos la
democracia”, tras décadas apoyando dictaduras en la región, ni pueden seguir
invocando la lucha anticomunista, porque el mundo ahora no se divide en dos
bloques
Por eso recurren a la criminalización moral, que es más
efectiva, más emocional y más útil para la propaganda internacional.
Pero el problema es aún más profundo. Al usar la narrativa del
narcotráfico como arma geopolítica, Estados Unidos invisibiliza su propia
responsabilidad.
Es el principal consumidor de drogas del mundo, pero intenta
resolver el problema fuera de sus fronteras.
Castiga a los países productores y a los gobiernos que no siguen
su línea, pero no reconoce el rol de su sistema financiero, donde se lavan
miles de millones de dólares del crimen organizado.
Se convierte así en juez, policía y fiscal internacional, sin
que nadie pueda juzgarlo a él.
La nueva narrativa no busca resolver nada, busca controlar.
Controlar gobiernos, controlar economías y controlar decisiones
soberanas.
El peligro es que, bajo la excusa del narcotráfico, se va
normalizando la criminalización preventiva de países enteros.
Hoy le toca a un adversario político; mañana podría tocarle a
cualquier nación que decida tomar un rumbo autónomo.
Es hora de desmontar esta estrategia discursiva. No se trata de
negar la existencia del narcotráfico ni el terrorismo, males reales y
dolorosos, sino de entender cómo estos conceptos son manipulados para
justificar agendas geopolíticas.
El lenguaje no es inocente, es un arma. Y cuando una potencia
mundial define quién es “enemigo”, suele estar definiendo también quién tiene
derecho a decidir sobre su propio destino.
Latinoamérica conoce de sobra el costo de esas narrativas. El
reto es no aceptarlas como verdades reveladas, sino analizarlas, cuestionarlas
y desnudarlas. Porque un continente que no entiende el discurso que lo domina,
termina repitiéndolo. Y un pueblo que repite el discurso de otro, renuncia a la
mitad de su libertad.
