Por Doctor Ramon Ceballo
En la República Dominicana, los partidos políticos, históricamente
concebidos como instrumentos de representación ciudadana y vehículos del
pluralismo democrático, han terminado, en buena medida, convertidos en canales
de reproducción del poder económico y espacios vulnerables a la penetración del
crimen organizado.
La política, en lugar de servir al interés público, se ha visto secuestrada por intereses espurios que utilizan las estructuras partidarias para legitimar fortunas ilícitas y garantizar impunidad.
El fenómeno no es nuevo ni exclusivo del país. En toda
América Latina, los vínculos entre corrupción, narcotráfico y política han dado
origen a lo que algunos analistas denominan democracias capturadas.
Sin embargo, el caso dominicano reviste particular gravedad por la
normalización del financiamiento opaco de las campañas, la compra sistemática
de lealtades y el debilitamiento progresivo de los controles institucionales.
La línea que separa la política
institucional del dinero ilícito se ha vuelto peligrosamente difusa. Los casos Odebrecht,
Super Tucano, Los Tres Brazos, y más recientemente, los escándalos de narcopolítica
y lavado de activos, muestran cómo las estructuras partidarias se han
nutrido de recursos de procedencia cuestionable para financiar campañas,
comprar lealtades y perpetuar liderazgos.
La penetración de estos capitales no
es accidental, responde a una lógica de supervivencia en la que ganar elecciones
importa más que fortalecer la institucionalidad.
En este contexto, la corrupción política ha dejado de ser
un acto individual para convertirse en un sistema. Un sistema que protege a sus
miembros mediante redes de poder, tráfico de influencias y complicidades
judiciales. Las fronteras entre funcionarios, empresarios y delincuentes se
desdibujan, creando un ecosistema donde la impunidad florece y la justicia se
negocia.
Hoy, cuando la sociedad dominicana
enfrenta una crisis de confianza sin
precedentes, resulta urgente recordar que la corrupción y el crimen organizado
no solo roban dinero, roban futuro.
El creciente abstencionismo electoral,
que en las últimas elecciones generales superó el 46 % del padrón,
refleja con crudeza ese desencanto colectivo.
Cada voto ausente es una señal de
hastío y desconfianza hacia una clase política que ha permitido la penetración
del dinero sucio y la impunidad institucional. Mientras los partidos continúen
siendo vehículos de corrupción y refugios del poder económico criminal, la
democracia dominicana seguirá siendo rehén de los mismos vicios que prometió
erradicar.
La situación es aún más preocupante
si consideramos la debilidad de los
mecanismos de control. La Cámara de Cuentas, la Junta Central Electoral
y la propia Procuraduría General de la República enfrentan limitaciones
estructurales y políticas que les impiden actuar con independencia plena.
Mientras tanto, la compra de votos, el
financiamiento irregular y el nepotismo se normalizan como parte del
paisaje electoral.
El crimen organizado no necesita
crear partidos: simplemente se infiltra
en ellos, aprovechando la falta de transparencia en el origen de los
fondos y la débil fiscalización del gasto político. Así, las campañas se transforman
en transacciones, los liderazgos en franquicias, y la política en un mercado
donde el poder se subasta al mejor postor.
Si algo ha quedado claro tras
décadas de corrupción institucionalizada, es que no habrá renovación democrática sin una depuración profunda del sistema
partidario. Los partidos deben ser sometidos a una auditoría moral y
legal que determine no solo cómo se financian, sino a quién responden
realmente.
Es hora de que la política deje de
ser un refugio para los delincuentes de cuello blanco y vuelva a ser un espacio
de servicio público y rendición de cuentas.
La República Dominicana no necesita
más partidos, necesita partidos limpios,
capaces de representar al ciudadano antes que al patrocinador. Romper el
vínculo entre crimen y poder político no es una tarea fácil, pero es
indispensable si queremos rescatar la esencia misma de la democracia.
