Por Ramón Ceballo
El crimen organizado ya no actúa solo desde las sombras, busca
legitimarse a través del poder político.
En América Latina, los grupos criminales han comprendido que el control territorial, el dinero y la violencia no bastan para sostener su influencia si no logran insertarse en las estructuras del Estado.
Su nueva estrategia no consiste solo en corromper a
funcionarios, sino en penetrar los
partidos políticos desde dentro, financiando campañas, captando
liderazgos locales y manipulando las decisiones internas de las organizaciones.
En la región, este fenómeno se ha extendido con rapidez
alarmante. En México, Colombia, Ecuador y varios países centroamericanos, los
cárteles y pandillas han aprendido a usar la política como escudo.
Financian candidatos, colocan operadores en los municipios y
usan el poder público para garantizar rutas, contratos y protección
judicial.
La debilidad institucional, la impunidad y el financiamiento
electoral opaco son el caldo de cultivo perfecto para esta alianza perversa
entre crimen y política.
La consecuencia es devastadora, erosión de la democracia,
deslegitimación de los partidos y una ciudadanía cada vez más desconfiada.
En el Caribe, la situación no es menos preocupante. En países
con instituciones frágiles y economías altamente dependientes, el crimen
transnacional encuentra espacio para operar bajo el disfraz de la inversión o
el apoyo político.
La circulación de dinero ilícito en campañas locales, el
clientelismo y la ausencia de controles eficaces hacen que la frontera entre la
política y el delito se vuelva cada vez más difusa.
En la República
Dominicana, los signos de alerta son claros. El financiamiento opaco de
campañas, el surgimiento de candidaturas con vínculos cuestionables y la
presencia de dinero de origen incierto en las estructuras partidarias amenazan
con socavar la confianza pública.
Varios casos recientes han expuesto conexiones entre figuras
políticas y redes vinculadas al narcotráfico o al lavado de activos, un
fenómeno que no se limita a un solo partido, sino que afecta al sistema
político en su conjunto.
Si la sociedad dominicana no refuerza los mecanismos de transparencia,
control financiero y rendición de cuentas, el riesgo es que los partidos, que
deberían ser instrumentos de representación, terminen siendo vehículos de
impunidad.
Frente a este desafío, es urgente implementar reformas de fondo, establecer auditorías
independientes y permanentes al financiamiento de los partidos; exigir la
publicación detallada y verificable de las donaciones.
Además, fortalecer el rol de la Junta Central Electoral y la
Cámara de Cuentas en la supervisión de los recursos; y aplicar sanciones
efectivas contra quienes reciban fondos de origen ilícito.
Además, debe promoverse una cultura política ética, donde
la transparencia no dependa solo de la ley, sino del compromiso ciudadano y de
la integridad de los líderes.
