Por el Dr. Ramón Ceballo
Me han preguntado con frecuencia, tanto en medios de comunicación como
en conversaciones cotidianas, sobre las causas de la agresividad que muchas
personas manifiestan en las calles. Motivado por estas inquietudes, he escrito
este artículo con el objetivo de ofrecer una visión más amplia y fundamentada
sobre los factores, especialmente psicológicos, que pueden estar detrás de este
fenómeno social.
La creciente agresividad que se observa en calles, espacios públicos y situaciones cotidianas no puede atribuirse únicamente a la inseguridad o al debilitamiento del control social. En muchos casos, esta hostilidad refleja una problemática más profunda y menos visible, el deterioro de la salud mental en una parte significativa de la población.
A diario somos testigos de discusiones en el tránsito,
enfrentamientos en filas o establecimientos, y reacciones desproporcionadas
ante incidentes menores. Si bien a menudo se señalan causas como el estrés o la
falta de educación, lo cierto es que muchas de estas conductas son
manifestaciones de trastornos psicológicos no diagnosticados o mal gestionados.
Numerosas investigaciones han demostrado la relación
entre trastornos mentales no tratados y la aparición de comportamientos
violentos, tanto hacia otros como hacia uno mismo. Este vínculo se ha
documentado especialmente en condiciones como la depresión severa, los
trastornos psicóticos, el trastorno bipolar o diversas formas de trastornos de
personalidad.
Las calles están pobladas por personas que, muchas
veces sin saberlo, lidian con síntomas como
irritabilidad constante, aislamiento emocional, desesperanza profunda, delirios
de persecución o distorsiones de la realidad. A ello se suman episodios de euforia
desmedida, juicio alterado, baja tolerancia a la frustración, crisis acumuladas, y dificultades en la regulación de emociones.
Este conjunto de factores, cuando no es identificado
ni tratado a tiempo, aumenta el riesgo de respuestas impulsivas, defensivas o agresivas, que terminan expresándose como
violencia verbal, física o simbólica en espacios públicos.
Lo que ocurre en las calles muchas veces no es solo falta de normas o de autoridad, sino el reflejo
de emociones contenidas, traumas no tratados y
desequilibrios psíquicos no atendidos.
Cuando estas condiciones no se detectan a tiempo o no reciben
tratamiento adecuado, pueden traducirse en comportamientos impredecibles,
destructivos y peligrosos.
Las calles son un espejo del malestar emocional, por
tal razón una discusión de tránsito que escala a la violencia física, una
agresión verbal por una fila mal organizada o incluso el uso excesivo del
claxon y gestos amenazantes, son ejemplos cotidianos de una
salud mental frágil manifestándose sin filtros.
En muchos casos, estas reacciones están motivadas por crisis emocionales acumuladas,
frustración intensa, baja tolerancia a la frustración o alteraciones en el
juicio de la realidad.
Cuando no existen mecanismos de contención emocional ni acceso a atención
psicológica, la violencia
se convierte en una forma de descarga inmediata.
Los accidentes de tránsito no siempre responden a errores mecánicos o
negligencia. Existen factores menos visibles, como estados emocionales alterados, que
aumentan significativamente el riesgo. Episodios de ira, impulsividad al
volante, descontrol emocional o pensamientos suicidas han sido identificados
como detonantes de siniestros viales.
Expertos en salud pública advierten que existe una correlación directa entre
ciertos trastornos mentales y la ocurrencia de accidentes,
sobre todo cuando las personas involucradas no han recibido evaluación ni
seguimiento clínico.
El papel que desempeñan las sustancias psicoactivas,
tales como el consumo
de alcohol, marihuana y otras drogas estimulantes intensifica
notablemente las probabilidades de conductas agresivas. Estas sustancias
alteran la percepción del riesgo, disminuyen el autocontrol y distorsionan la
interpretación de las señales sociales, facilitando reacciones violentas frente
a situaciones que normalmente serían inofensivas.
Cuando el uso de estas sustancias coexiste con un
trastorno mental, ya sea latente o activo, el riesgo de episodios peligrosos o
destructivos se
multiplica considerablemente.
Abordar
esta realidad de la violencia cotidiana no puede seguir tratándose únicamente desde una
perspectiva punitiva. Para reducir su incidencia,
es imprescindible adoptar un enfoque integral que considere las raíces
emocionales y psicológicas del fenómeno. Entre
las acciones urgentes, destacan:
·
Desestigmatizar
los trastornos mentales y facilitar el acceso a
servicios de atención psicológica y psiquiátrica, especialmente en sectores más
vulnerables.
·
Incluir
evaluaciones de salud mental como parte de las políticas
públicas, incluyendo la seguridad vial.
·
Impulsar
programas de educación emocional desde edades tempranas,
para fomentar la empatía, la autorregulación y la gestión sana del conflicto.
·
Fortalecer
la red de atención en salud mental, asegurando
recursos suficientes para la prevención, el diagnóstico oportuno y el
tratamiento continuo.
Lo que ocurre en las calles suele ser el reflejo de lo que se sufre en silencio.
El malestar psicológico no tratado, la frustración acumulada y la falta de
apoyo emocional pueden transformarse en agresividad pública.
Cuando se descuida la salud mental, las consecuencias trascienden lo
individual, afectan al hogar, a las instituciones, al tránsito,
y a toda la convivencia social. Las reacciones violentas que vemos a diario no
son meramente explosiones de mal carácter; son síntomas de una sociedad
emocionalmente herida, que necesita atención urgente.
Invertir en salud mental es
invertir en seguridad, en bienestar y en el futuro colectivo.
