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lunes, 1 de septiembre de 2025

La violencia sexual: la herida invisible de una sociedad indiferente


Por Doctor Ramon Ceballo

Hablar de violencia sexual no es un ejercicio teórico, es un reclamo urgente frente a una de las expresiones más brutales de poder y dominación. Las víctimas cargan con una doble condena: la agresión en sí misma y la indiferencia de una sociedad que suele naturalizarla o esconderla bajo el silencio.

En ese sentido, la violencia sexual se convierte en un espejo incómodo que revela los fracasos del Estado, de la justicia y de la cultura en su conjunto.

Contrario a lo que el imaginario machista insiste en sostener, la violencia sexual no tiene como motor principal el deseo, sino la necesidad de ejercer control y sometimiento sobre el cuerpo ajeno.

Es una acción de dominio en la que el agresor utiliza la sexualidad como arma de guerra privada o colectiva. Las manifestaciones van desde el acoso verbal hasta las violaciones más atroces, todas con un elemento en común: la negación del consentimiento y la reducción de la víctima a un objeto.

Un fenómeno particularmente perturbador es la grabación de violaciones para difundirlas en redes clandestinas o plataformas de pornografía. Aquí el agresor no se conforma con ultrajar el cuerpo de la víctima; busca inmortalizar su “hazaña” y obtener reconocimiento en comunidades donde la violencia sexual se consume como entretenimiento.

Esta práctica revela la conexión directa entre pornografía y agresión sexual, pues normaliza la idea de que el dolor y la humillación de una mujer pueden ser erotizados y mercantilizados.

La violencia sexual afecta a todas las clases sociales, pero golpea con más crudeza a las mujeres en situación de vulnerabilidad extrema. Entre ellas, las mujeres sin hogar se convierten en blanco fácil, condenadas a un ciclo de abusos que rara vez encuentra respuesta judicial o atención social. La invisibilidad de estas víctimas es doble: la de su condición de marginalidad y la del silencio en torno a los delitos que padecen.

Los sistemas de justicia en América Latina y en República Dominicana en particular, ofrecen respuestas penales débiles, muchas veces contaminadas por estereotipos sexistas que responsabilizan a la víctima en lugar de al agresor. El castigo es la excepción, no la regla. La revictimización en tribunales, la falta de protocolos adecuados y la ausencia de acompañamiento psicológico convierten la búsqueda de justicia en un nuevo calvario.

Reducir la violencia sexual a la acción de “monstruos aislados” es un error grave. No se trata de casos excepcionales, sino de una estructura cultural que tolera, reproduce y banaliza la agresión. La pornografía violenta, la publicidad que sexualiza a las mujeres, la falta de educación sexual integral y la indiferencia estatal conforman un ecosistema perfecto para que la violencia se perpetúe.

La violencia sexual no puede seguir tratándose como un asunto privado ni como una estadística más. Es una emergencia social y política que exige respuestas integrales: leyes efectivas, justicia sin sesgos, educación en igualdad y una cultura que deje de erotizar la dominación.

La invisibilidad de las víctimas debe terminar, porque mientras sigamos tolerando el silencio, cada agresión se repetirá como una herida abierta en el cuerpo colectivo de la sociedad.