Por Doctor Ramon Ceballo
Hablar de violencia sexual no es un ejercicio teórico, es un
reclamo urgente frente a una de las expresiones más brutales de poder y
dominación. Las víctimas cargan con una doble condena: la agresión en sí misma
y la indiferencia de una sociedad que suele naturalizarla o esconderla bajo el
silencio.
En ese sentido, la violencia sexual se convierte en un espejo incómodo que revela los fracasos del Estado, de la justicia y de la cultura en su conjunto.
Contrario a lo que el imaginario machista insiste en sostener,
la violencia sexual no tiene como motor principal el deseo, sino la necesidad
de ejercer control y sometimiento sobre el cuerpo ajeno.
Es una acción de dominio en la que el agresor utiliza la sexualidad
como arma de guerra privada o colectiva. Las manifestaciones van desde el acoso
verbal hasta las violaciones más atroces, todas con un elemento en común: la
negación del consentimiento y la reducción de la víctima a un objeto.
Un fenómeno particularmente perturbador es la grabación de
violaciones para difundirlas en redes clandestinas o plataformas de
pornografía. Aquí el agresor no se conforma con ultrajar el cuerpo de la
víctima; busca inmortalizar su “hazaña” y obtener reconocimiento en comunidades
donde la violencia sexual se consume como entretenimiento.
Esta práctica revela la conexión directa entre pornografía y
agresión sexual, pues normaliza la idea de que el dolor y la humillación de una
mujer pueden ser erotizados y mercantilizados.
La violencia sexual afecta a todas las clases sociales, pero
golpea con más crudeza a las mujeres en situación de vulnerabilidad extrema.
Entre ellas, las mujeres sin hogar se convierten en blanco fácil, condenadas a
un ciclo de abusos que rara vez encuentra respuesta judicial o atención social.
La invisibilidad de estas víctimas es doble: la de su condición de marginalidad
y la del silencio en torno a los delitos que padecen.
Los sistemas de justicia en América Latina y en República
Dominicana en particular, ofrecen respuestas penales débiles, muchas veces
contaminadas por estereotipos sexistas que responsabilizan a la víctima en
lugar de al agresor. El castigo es la excepción, no la regla. La
revictimización en tribunales, la falta de protocolos adecuados y la ausencia
de acompañamiento psicológico convierten la búsqueda de justicia en un nuevo
calvario.
Reducir la violencia sexual a la acción de “monstruos aislados”
es un error grave. No se trata de casos excepcionales, sino de una estructura
cultural que tolera, reproduce y banaliza la agresión. La pornografía violenta,
la publicidad que sexualiza a las mujeres, la falta de educación sexual
integral y la indiferencia estatal conforman un ecosistema perfecto para que la
violencia se perpetúe.
La violencia sexual no puede seguir tratándose como un asunto
privado ni como una estadística más. Es una emergencia social y política que
exige respuestas integrales: leyes efectivas, justicia sin sesgos, educación en
igualdad y una cultura que deje de erotizar la dominación.
La invisibilidad de las víctimas debe terminar, porque mientras
sigamos tolerando el silencio, cada agresión se repetirá como una herida
abierta en el cuerpo colectivo de la sociedad.
