Por Doctor Ramón Ceballo
La reciente aprobación en la Cámara
de Representantes de Estados Unidos del denominado “Gran y Hermoso Proyecto de
Ley”, impulsado por el presidente Donald Trump y respaldado por sectores
conservadores, enciende alarmas en toda América Latina.
Particularmente en República Dominicana, donde más de dos millones de ciudadanos viven en territorio estadounidense y cerca de 270 mil lo hacen en situación migratoria irregular, esta medida amenaza con desestabilizar miles de hogares que dependen de las remesas para subsistir.
La verdad es que el proyecto de ley contempla la
aplicación de un impuesto del 3.5% a todas las transferencias
internacionales enviadas por inmigrantes sin documentación legal en EE. UU..
Esta medida —además de su discutible constitucionalidad en cuanto a
discriminación por estatus migratorio— tendría un efecto devastador sobre
comunidades enteras en República Dominicana.
No se trata solo de cifras: se trata
de madres que pagan la escuela de sus hijos, de ancianos que subsisten gracias
a la ayuda de un nieto, de jóvenes universitarios cuyo sustento proviene del
esfuerzo de un pariente en el extranjero.
La
economía dominicana depende críticamente de las remesas. Según el Banco Central, en 2024 el
país recibió más de (10,756) diez mil setecientos cincuenta y seis millones de dólares en remesas, siendo
EE. UU. la fuente de más del 80% de ese monto. Estas transferencias no son solo
apoyo familiar: representan una de las principales fuentes de divisas del país,
por encima de las exportaciones agrícolas y del mismo turismo en algunos años.
Lo cierto es que un gravamen del 3.5% podría
traducirse en una reducción de cientos de millones de dólares al año, al
disuadir o dificultar el envío de fondos.
Pero más allá del impacto
macroeconómico, lo más grave es el efecto humano. La población indocumentada
dominicana en EE. UU. suele pertenecer a sectores sociales vulnerables,
muchos de ellos trabajando en condiciones precarias y con ingresos modestos.
Este impuesto no recaerá sobre
grandes capitales, sino sobre trabajadores que envían 100, 200 o 300 dólares al
mes a sus familias. A ellos se les estaría castigando doblemente: primero, por
su estatus migratorio; segundo, por el acto solidario de ayudar a los suyos.
Desde el punto de vista político y
moral, el proyecto revela una lógica excluyente y punitiva. El hecho de
vincular el estatus migratorio con la capacidad de enviar dinero a otro país
sienta un peligroso precedente: se criminaliza la pobreza, la migración
forzada y la solidaridad familiar.
Y como ha señalado Human Rights
Watch en informes similares, medidas como esta suelen tener un efecto marginal
en la disuasión migratoria, pero un impacto profundo en la vulnerabilidad social.
Para República Dominicana, este
escenario demanda una respuesta institucional firme. Es imperativo que el Ministerio
de Relaciones Exteriores, la Embajada en Washington y el Instituto de
Dominicanos y dominicanas en el Exterior (INDEX) trabajen en coordinación
para canalizar el rechazo diplomático a la medida.
Asimismo, es necesario que se
articulen alianzas con otros países latinoamericanos afectados, para presentar
un frente común ante el Senado estadounidense, donde aún debe ser aprobada.
A nivel interno, el gobierno
dominicano debería comenzar a diseñar mecanismos de apoyo para las familias
más vulnerables, así como explorar vías legales para facilitar la
bancarización y envío de remesas sin intermediarios costosos, reduciendo así
los efectos de un posible gravamen.