Por Doctor Ramón Ceballo
En medio de la creciente crisis
humanitaria y de seguridad que atraviesa Haití, es importante desmontar ciertas
narrativas erróneas que algunos sectores intentan imponer, especialmente en
foros internacionales. Una de ellas es la falacia histórica de que República Dominicana y Haití comparten un
pasado colonial idéntico. Esta visión simplista e inexacta ignora
realidades profundas que explican las diferencias estructurales entre ambos
países.
La verdad es que en la República Dominicana es una nación de raíces mestizas, con una herencia hispánica definida, mientras que Haití surgió como fruto de una tragedia africana trasplantada al Caribe, marcada por una colonización esclavista extrema y una revolución sangrienta. Ambos países comparten una isla, pero no una misma historia ni un destino común.
Hoy, Haití está al borde del colapso total. Se ha convertido en un Estado fallido, sin control
territorial, sin instituciones funcionales, y con una población atrapada entre
la miseria, la violencia y la desesperanza. Es uno de los países más pobres del planeta, donde más de 700 mil haitianos se han visto obligados a
emigrar en condiciones infrahumanas, enfrentando rutas peligrosas y
redes criminales, con tal de sobrevivir.
Es cierto que el tejido social está completamente desgarrado. Pandillas fuertemente armadas han tomado el control de extensas zonas urbanas y rurales, instalando un régimen de terror. Pueblos enteros han quedado vacíos, convertidos en territorios fantasmas dominados por la ley del más fuerte.
En medio de este caos, prevalecen
redes de narcotráfico, trata de personas y tráfico ilegal de armas, que
encuentran en el desgobierno el caldo de cultivo ideal para operar con impunidad.
El resultado que tenemos es que en Puerto Príncipe y las principales ciudades, el escenario es dantesco: cuerpos humanos arden en las calles, resultado de ajusticiamientos públicos o enfrentamientos entre facciones criminales. El orden institucional ha desaparecido por completo. La policía nacional está desbordada, desarticulada y, en muchos casos, infiltrada.
El poder judicial no
existe en la práctica. El Parlamento está cerrado. La presidencia es un vacío de poder, y la población civil ha
quedado completamente indefensa, rehén de
un clima de barbarie y desesperación sin precedentes.
La situación es tan crítica que
incluso la distribución de alimentos y
medicinas ha colapsado, y organismos internacionales enfrentan enormes
dificultades para operar en el terreno. Haití ya no enfrenta una crisis, sino una tragedia humana prolongada y en expansión,
que amenaza con desbordarse más allá de sus fronteras si no se toman acciones
urgentes.
La comunidad internacional,
lamentablemente, ha mostrado una
alarmante indiferencia ante la tragedia haitiana. A pesar de los
esfuerzos del Gobierno dominicano para alertar y buscar soluciones concretas,
la respuesta ha sido tibia o ineficaz.
La intervención liderada por Kenia, que genero algunas expectativas, originalmente
anunciada como una fuerza de 2,500 miembros, ha resultado en el envío de solo 400 agentes, cuya capacidad
para enfrentar el colapso del Estado haitiano es evidentemente insuficiente. La estrategia keniana ha fallado
rotundamente ante la magnitud de la crisis.
Con más de 100 pandillas operando activamente, y casos como secuestros,
extorsiones, asesinatos y matanzas como la de 200 civiles asesinados en un solo día, Haití se encuentra en un
punto de no retorno. El Estado haitiano ha sido desplazado por una estructura
criminal que secuestra, asesina y controla barrios enteros como feudos
privados.
Ante este escenario, la República Dominicana no puede ser señalada
ni culpabilizada por tomar decisiones soberanas para proteger su
integridad territorial y su estabilidad social. El Gobierno dominicano ha
mostrado responsabilidad y solidaridad dentro de sus capacidades, pero no es posible cargar con las consecuencias de
una tragedia internacionalmente ignorada.
Es hora de que los organismos
multilaterales y los países con influencia actúen con decisión, y que se deje
de lado la presión sobre la República Dominicana para asumir roles que no le
corresponden. La solución para Haití no
puede ni debe recaer en su vecino, sino en una verdadera intervención
internacional efectiva, estructural y sostenida.