Por Dr. Ramón Ceballo
La reciente guerra abierta entre Irán e Israel, desatada tras años de
tensiones latentes y ataques encubiertos, ha reconfigurado el mapa geopolítico
del Medio Oriente y ha generado ondas de choque en todo el sistema
internacional. Lo que comenzó como un conflicto regional se ha convertido en un
evento catalizador de crisis
diplomáticas, militares y económicas a escala global.
Durante décadas, Irán e Israel han sido enemigos irreconciliables. La rivalidad entre ambos ha sido alimentada por factores religiosos, ideológicos y estratégicos, además de la pugna por la influencia regional.
Sin embargo, la escalada que llevó
al enfrentamiento directo se produjo tras una cadena de ataques e incidentes en
Siria, Irak y el Golfo Pérsico, y culminó con una ofensiva aérea israelí sobre instalaciones nucleares iraníes,
seguida por una respuesta masiva de
Teherán contra objetivos militares y civiles israelíes.
Estados Unidos no fue un espectador
neutral. Como principal aliado de Israel, Washington intervino militarmente con defensa aérea, inteligencia y apoyo
logístico, lo que convirtió a la potencia norteamericana en un actor
directo del conflicto. Esta participación reforzó su imagen de garante de la seguridad israelí, pero también
provocó severas críticas en varias capitales del mundo islámico, que consideran
a EE. UU. parte del problema más que de la solución.
En el plano interno, el gobierno
estadounidense se vio forzado a justificar su intervención ante un Congreso
dividido y una opinión pública cansada de guerras extranjeras. Además, el
conflicto elevó el precio del petróleo, tensionó las relaciones con China y
Rusia, y abrió un nuevo frente de inestabilidad en un momento geopolítico
especialmente frágil.
En Medio Oriente, la guerra tuvo
consecuencias devastadoras. Arabia
Saudita y los Emiratos Árabes Unidos, que venían avanzando en acuerdos
de normalización con Israel, suspendieron temporalmente cualquier diálogo,
temiendo represalias internas y externas. Hezbolá en Líbano y las
milicias chiitas en Irak intensificaron sus acciones armadas, mientras
que Siria volvió a convertirse en un
tablero militar, esta vez con mayor participación iraní directa.
El ya frágil proceso de paz entre
israelíes y palestinos quedó enterrado bajo los escombros, y la causa palestina recuperó fuerza simbólica
en el mundo árabe, aunque sin traductores concretos en la política
regional.
En Europa, el conflicto exacerbó las divisiones sobre la política
hacia Medio Oriente. Mientras países como Alemania, Reino Unido y Francia
respaldaron el derecho de Israel a defenderse, también pidieron contención. Las
protestas pro-palestinas y pro-iraníes se multiplicaron, aumentando la tensión
en ciudades con fuerte presencia de inmigrantes del Medio Oriente.
En Asia, particularmente en China
e India, la guerra obligó a redefinir posturas. China, aliada
estratégica de Irán, trató de mantener una posición ambigua mientras protegía
sus intereses energéticos. India, por su parte, adoptó una política pragmática,
llamando a la desescalada sin romper sus relaciones con Israel.
En América Latina, la guerra fue recibida con cautela. Países como Brasil, México y Argentina
emitieron llamados a la paz, mientras que Venezuela, Bolivia e Irán intensificaron sus discursos
antiisraelíes. Las comunidades judías y musulmanas en la región reaccionaron
con manifestaciones públicas, lo que puso a prueba la neutralidad diplomática
de varios gobiernos.
En África, el conflicto elevó los precios de la energía y agudizó la
inseguridad alimentaria, especialmente en países del norte como Egipto, Túnez y
Marruecos, donde la estabilidad económica ya era precaria.
El mundo posterior a la guerra
Irán-Israel es más inestable, más
fragmentado y más impredecible. Las alianzas tradicionales han sido
puestas a prueba, las tensiones religiosas se han profundizado, y el sistema
internacional parece incapaz de ofrecer una respuesta eficaz.
Los efectos de este conflicto
seguirán latiendo en la diplomacia global, en los precios del petróleo, en las
fronteras militarizadas y en los discursos populistas que, desde distintas
trincheras, ya intentan capitalizar el miedo.
Mientras las bombas han dejado de
caer, la batalla por la narrativa, la legitimidad y el equilibrio geopolítico
apenas comienza.