miércoles, 25 de junio de 2025

Crisis haitiana, Migración, y soberanía dominicana

 


Por Doctor Ramón Ceballo

En tiempos de polarización, cuando los discursos se radicalizan y las emociones desplazan a los datos, resulta fácil perder de vista una verdad esencial. En la República Dominicana, la política migratoria ha encendido un debate constante que ocupa un lugar central en la agenda pública.

Y aunque las posiciones sean múltiples, hay un punto de coincidencia ampliamente compartido: la inmigración ilegal no debe ser tolerada.

Este consenso, aunque a menudo silenciado por presiones diplomáticas o desvirtuadas por lecturas idealizadas del humanitarismo, responde a una lógica irrefutable: todo país tiene el derecho y también la responsabilidad de establecer y hacer cumplir sus propias normas.

Estas reglas no son meros formalismos burocráticos. Existen para proteger derechos, garantizar el orden social y permitir una integración que sea viable, real y sostenible. Ignorarlas no solo pone en riesgo la seguridad colectiva, sino que también perjudica a quienes han seguido los cauces legales.

La situación haitiana es, sin matices, una catástrofe humanitaria. El colapso institucional, la violencia desbordada y el abandono sistemático por parte de la comunidad internacional han dejado a Haití sumido en la ruina. Sin embargo, organismos como las Naciones Unidas y otros entes multilaterales han permanecido en gran medida indiferentes ante el sufrimiento de millones de personas atrapadas en ese caos.

Y aunque la tragedia nos conmueve, es igualmente cierto que la República Dominicana no puede asumir, sola, las consecuencias de ese colapso. La solidaridad tiene límites. La capacidad de acogida de un país con desafíos propios en educación, salud, seguridad y empleo no puede estirarse indefinidamente.

Haití necesita un plan serio de apoyo regional y global, no soluciones improvisadas que terminen comprometiendo la estabilidad dominicana.

Muchos haitianos no ven a la República Dominicana como su destino final. Si tuvieran los medios, preferirían migrar a Estados Unidos, Canadá o Francia. Pero esas rutas están cerradas. En cambio, los traficantes de personas sí pueden llevarlos hasta la frontera dominicana, que es cercana, permeable y, en muchos casos, la única alternativa viable.

Esta realidad ayuda a entender por qué muchos de los que cruzan no son necesariamente parte de la élite profesional o empresarial haitiana. Con frecuencia, son los más pobres, los más desesperados y, en algunos casos, quienes están dispuestos a transgredir la ley.

La migración haitiana es un fenómeno complejo, atravesado por elementos legales, humanitarios, sociales y de seguridad nacional. Reducirlo a una consigna o a una postura ideológica solo empobrece el debate y alimenta la polarización.

Negar la dimensión humana del drama haitiano es inaceptable. Pero idealizar la ilegalidad en nombre de la compasión también lo es. La verdadera solución exige equilibrio, firmeza y humanidad. Nada más, pero nada menos.

Como Estado soberano, la República Dominicana tiene todo el derecho a proteger sus fronteras y exigir que cualquier ingreso sea conforme a la ley. Pero también tiene una obligación ética: actuar con justicia y respeto por la dignidad humana.

Estas no son posturas opuestas. Son dos caras de una misma responsabilidad. Y en tiempos de confusión y ruido, es importante recordarlo: reconocer el sufrimiento del otro no implica renunciar a nuestros principios. Y la empatía, por más firme que sea, no debe confundirse con debilidad.