Por Doctor Ramón Ceballo
En tiempos de polarización, cuando los discursos se radicalizan y las emociones desplazan a los datos, resulta fácil perder de vista una verdad esencial. En la República Dominicana, la política migratoria ha encendido un debate constante que ocupa un lugar central en la agenda pública.
Y aunque las posiciones sean múltiples, hay un punto de coincidencia ampliamente compartido: la inmigración ilegal no debe ser tolerada.Este consenso, aunque a menudo
silenciado por presiones diplomáticas o desvirtuadas por lecturas idealizadas
del humanitarismo, responde a una lógica irrefutable: todo país tiene el derecho y también la responsabilidad de establecer y
hacer cumplir sus propias normas.
Estas reglas no son meros
formalismos burocráticos. Existen para proteger derechos, garantizar el orden
social y permitir una integración que sea viable, real y sostenible. Ignorarlas
no solo pone en riesgo la seguridad colectiva, sino que también perjudica a
quienes han seguido los cauces legales.
La situación haitiana es, sin
matices, una catástrofe humanitaria. El colapso institucional, la violencia
desbordada y el abandono sistemático por parte de la comunidad internacional
han dejado a Haití sumido en la ruina. Sin embargo, organismos como las Naciones Unidas y otros entes multilaterales han
permanecido en gran medida indiferentes ante el sufrimiento de millones de
personas atrapadas en ese caos.
Y aunque la tragedia nos conmueve,
es igualmente cierto que la República
Dominicana no puede asumir, sola, las consecuencias de ese colapso. La
solidaridad tiene límites. La capacidad de acogida de un país con desafíos
propios en educación, salud, seguridad y empleo no puede estirarse
indefinidamente.
Haití necesita un plan serio de
apoyo regional y global, no soluciones improvisadas que terminen comprometiendo
la estabilidad dominicana.
Muchos haitianos no ven a la
República Dominicana como su destino final. Si tuvieran los medios, preferirían
migrar a Estados Unidos, Canadá o Francia. Pero esas rutas están cerradas. En
cambio, los traficantes de personas sí
pueden llevarlos hasta la frontera dominicana, que es cercana, permeable
y, en muchos casos, la única alternativa viable.
Esta realidad ayuda a entender por
qué muchos de los que cruzan no son necesariamente parte de la élite
profesional o empresarial haitiana. Con frecuencia, son los más pobres, los más
desesperados y, en algunos casos, quienes están dispuestos a transgredir la
ley.
La migración haitiana es un fenómeno
complejo, atravesado por elementos legales, humanitarios, sociales y de
seguridad nacional. Reducirlo a una
consigna o a una postura ideológica solo empobrece el debate y alimenta la
polarización.
Negar la dimensión humana del drama
haitiano es inaceptable. Pero idealizar
la ilegalidad en nombre de la compasión también lo es. La verdadera
solución exige equilibrio, firmeza y humanidad. Nada más, pero nada menos.
Como Estado soberano, la República Dominicana tiene todo el derecho
a proteger sus fronteras y exigir que cualquier ingreso sea conforme a la ley.
Pero también tiene una obligación ética: actuar con justicia y respeto por la
dignidad humana.
Estas no son posturas opuestas. Son
dos caras de una misma responsabilidad. Y en tiempos de confusión y ruido, es
importante recordarlo: reconocer el
sufrimiento del otro no implica renunciar a nuestros principios. Y la empatía,
por más firme que sea, no debe confundirse con debilidad.