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sábado, 29 de noviembre de 2025

Thelma Frías, Maestra, Feminista, primera mujer Senadora y Protagonista de una Vida Pública Marcada por la Pasión y la Controversia.

 


Por Doctor Ramón Ceballo

Thelma Frías Montalvo nació el 22 de febrero de 1915 en Santo Domingo, en un hogar donde la palabra escrita, el magisterio y la militancia cívica formaban parte inseparable de la vida cotidiana.

Sus padres, Consuelo Montalvo de Frías y Dhimas (o Dimas) Frías, modelaron un ambiente donde la educación era una misión social y la participación política un deber ciudadano. 

De esa intersección familiar surgió una mujer que se movió entre la enseñanza, la acción política, la diplomacia y las turbulencias ideológicas de un país en permanente transición.

La raíz materna: feminismo, letras y ciudadanía

El peso histórico de su madre, Consuelo Montalvo, fue decisivo. Periodista, poeta y dirigente de la Acción Feminista Dominicana (AFD), dejó un legado significativo en el movimiento de sufragistas por la igualdad de derechos de las mujeres.

Bajo el seudónimo Magnolia, escribió en la revista Fémina e impulsó con fuerza la participación política femenina desde la Junta Provincial de la AFD en San Pedro de Macorís. Defendió el voto de las mujeres, la ampliación de su acceso a la educación y la necesidad de construir una ciudadanía activa sin distinción de género.

Ese clima intelectual y militante marcó la formación temprana de Thelma Frías Montalvo de Rodríguez. En su casa, la política se vivía como vocación de servicio público, y la educación como un mecanismo de emancipación.

No es casual que su vocación docente y su compromiso cívico germinaran en ese ambiente. La huella de Consuelo no solo definió a una hija; contribuyó a sembrar en ella la convicción de que la mujer tenía un rol protagónico en la vida pública dominicana.

Un padre respetado, pero aún en penumbra documental

Sobre el padre, Dhimas o Dimas Frías, las fuentes coinciden en describirlo como un hombre respetado y de conducta intachable. Sin embargo, la documentación actualmente disponible no precisa su profesión.

A diferencia de la fuerte presencia pública de la madre, la figura del padre permanece casi en silencio en los registros digitales. Su papel en la dinámica familiar pudo haber influido también en las decisiones tempranas de Thelma.

La vocación magisterial y el salto a la política nacional

Los datos recopilados indican que Thelma se formó como maestra, aunque aún no se ha identificado con certeza el nombre de la Escuela Normal donde estudió. Se sabe, sin embargo, que impartió docencia durante varios años en San Pedro de Macorís y, posteriormente, en centros educativos de Santo Domingo.

Durante los primeros años de la dictadura, Thelma Frías comenzó a forjar el perfil político que la acompañaría durante toda su vida. Según varios reportes, ya en 1941 se había integrado a la actividad clandestina antitrujillista, vinculándose a un pequeño círculo inspirado en el ideario hostosiano y en la defensa de la educación como herramienta emancipadora.

A finales de la década, su compromiso tomó forma más estructurada cuando, en 1948, pasó a integrarse al grupo “Alfa y Omega”, una agrupación que perseguía una “revolución intelectual” orientada a la formación crítica de los jóvenes en los centros urbanos, apostando por la cultura y la conciencia social como vías de resistencia frente al totalitarismo.

El tránsito de la docencia a la política se explica tanto por su temperamento como por la efervescencia política dominicana de mediados del siglo XX. Durante la dictadura de Trujillo, Thelma se vinculó a la resistencia clandestina, siendo por esa razón arrestada y torturada, y luego, el 8 de agosto de 1959, obligada a firmar un manifiesto anticomunista de adhesión a la causa trujillista, participó en espacios de articulación política y, tras la caída del régimen, se integró al proceso de reconstrucción democrática.

La llegada al país de la “Comisión de la Libertad” del PRD, el 5 de julio de 1961, integrada por Ángel Miolán, Nicolás Silfa y Ramón A. Castillo,  marcó el inicio de una nueva etapa política tras la caída de la dictadura.

Desde ese mismo día, Thelma Frías se convirtió en una presencia activa y constante dentro del proceso de reconstrucción partidaria, acompañando a la dirigencia recién llegada y participando en la instalación de Miolán y sus compañeros en la que sería la casa nacional del partido del jacho, localizada en la calle El Conde, No. 13, en la Ciudad Colonial.

Desde entonces, Thelma Frías, quien residía en el sector de Gazcue, del Distrito Nacional,  participó en los actos más relevantes del PRD y asumió un rol visible en la rearticulación de la vida democrática, justo en el momento en que el país apenas empezaba a “aprender a respirar” en libertad. Su presencia no era decorativa ni episódica, formaba parte del núcleo dirigente que ayudó a ordenar el caos político heredado de la dictadura y a darle forma a un proyecto democrático aún frágil.

Su capacidad de liderazgo y su firme compromiso con la formación política la llevaron a ocupar posiciones de especial relevancia en el partido:

·         Primera secretaria de Asuntos Femeninos del PRD, responsabilidad desde la cual impulsó la participación política femenina en un tiempo en que esa presencia era todavía excepcional.

·         Subdirectora fundadora de la Escuela de Formación Política “Simón Bolívar”, un centro de adiestramiento ideológico dirigido por el profesor Juan Bosch y que se convirtió en el corazón intelectual del perredeísmo temprano.

·         En 1962, Thelma Frías alcanzó uno de los hitos más notables de su trayectoria pública al ser electa senadora del Distrito Nacional, convirtiéndose en la primera mujer dominicana en ocupar una curul en el Congreso Nacional. Su presencia en el hemiciclo no fue simbólica ni decorativa: asumió un rol activo, combativo y sumamente visible en un momento en que el país intentaba recomponer sus instituciones tras la dictadura. Un año más tarde, ya bajo el breve pero trascendental gobierno constitucional de 1963, ascendió a la vicepresidencia del Senado, consolidándose como una figura pionera en la conquista de espacios de poder político para las mujeres y como una voz firme en defensa de la institucionalidad democrática..

La combinación de rigor intelectual, firmeza ideológica y un carácter enérgico la convirtió en una figura influyente dentro del partido, y la vida política nacional, pero también en un elemento incómodo para sectores conservadores que se sentían desplazados.

Una senadora combativa en tiempos de cambio

En el Senado, Thelma Frías fue una de las voces más sólidas a favor de la educación laica y de la modernización institucional. Defendió con fervor la reforma constitucional promovida por el gobierno de Juan Bosch en 1963, orientada a consolidar un Estado democrático, social y de derecho. También impulsó políticas educativas inspiradas en los principios hostosianos; ciudadanía crítica, formación integral y justicia social.

Como Vicepresidente del Senado de la Republica, dirigió, el operativo de campaña conocido como “La Aplanadora”, mediante el cual se removieron decenas de funcionarios vinculados a la tiranía trujillista, situación que generó apoyo entre sectores progresistas, pero también fuertes reacciones en la élite tradicional. Fue acusada de ateísmo por dirigentes de la Unión Cívica Nacional, quienes rechazaban la visión educativa que ella defendía.

Esa postura provocó de inmediato la reacción de los sectores conservadores de la oposición, cuyos voceros más estridentes encontraron en los medios un espacio para intensificar sus ataques. Entre ellos destacó Rafael Bonilla Aybar, quien desde su tribuna diaria en la emisora La Voz del Trópico y desde las páginas de su periódico Prensa Libre dirigió una ofensiva verbal constante, destinadas a minar la credibilidad del gobierno y, en particular, contra la senadora del Distrito Nacional.

A su juicio, ella representaba la figura más incómoda del naciente régimen perredeísta, por lo que concentró en ella buena parte de su artillería retórica.

Además, la senadora Thelma Frías Montalvo asumió la ingrata, pero necesaria, tarea de enfrentar a la alta jerarquía eclesiástica desde el Senado. Su postura crítica no tardó en despertar reacciones, fue acusada de “atea” por el presidente del Partido Unión Cívica Nacional, el doctor Viriato Alberto Fiallo Rodríguez, en un intento de desacreditarla públicamente y reducir el alcance de sus reclamos.

Como respuesta directa a la línea política impulsada desde el Gobierno y sostenida con firmeza en el Senado por la vicepresidenta de esa cámara, Thelma Frías Montalvo, se articuló una contrarreacción de gran alcance.

La Iglesia Católica Dominicana, con el respaldo activo de la Embajada de los Estados Unidos en Santo Domingo y de la Unión Cívica Nacional, organizó las llamadas “manifestaciones de reafirmación cristiana”.

Durante el gobierno constitucional del Presidente Juan Bosch, Rafael Bonilla Aybar desplegó una oposición frenética, respaldada por una intensa campaña mediática que contribuyó a tensar aún más el clima político.

Las manifestaciones promovidas por sectores conservadores, presentadas como actos de reafirmación moral y defensa de los valores cristianos,  terminaron convirtiéndose en uno de los catalizadores que allanaron el terreno para el golpe de Estado de septiembre de 1963.

En ese momento decisivo, Bonilla Aybar asumió un rol protagónico, se convirtió en el vocero visible del grupo cívico-militar que ejecutó la asonada y fue ampliamente percibido como su principal propagandista e instigador.

La caída del gobierno de Bosch en septiembre de 1963 abrió un periodo de tensiones internas en el PRD. Desde el exilio, Thelma terminó rompiendo con Bosch, alegando discrepancias ideológicas profundas, y aliándose a un pequeño sector encabezado por Ángel Miolán. Ese quiebre marcó el fin de su etapa como una de las mujeres más emblemáticas del boschismo.

Del boschismo al balaguerismo, un giro inesperado

La política dominicana de los años sesenta y setenta estuvo atravesada por fracturas, radicalizaciones y bruscos cambios de lealtad. En medio de ese clima convulso, Thelma Frías protagonizó un giro inesperado al respaldar la candidatura de Joaquín Balaguer, contra el profesor Juan Bosch, en las elecciones de 1966.

 Su decisión la colocó en la misma ruta que líderes históricos como Ángel Miolán, Ramón A. Castillo,  José Brea Peña, entre otros, convirtiéndola en una de las figuras más visibles del grupo de exdirigentes perredeístas que terminó integrándose al nuevo gobierno.

Esa decisión, interpretada por algunos como un gesto pragmático y por otros como una ruptura frontal con las convicciones que hasta entonces habían guiado su trayectoria, abrió una fase completamente distinta en su vida pública.

Para sus simpatizantes, se trató de una adaptación necesaria a un escenario político turbulento; para sus críticos, fue el punto exacto en que su figura dejó de representar coherencia y comenzó a moverse bajo la lógica de los equilibrios coyunturales.

Lo cierto es que ese viraje, estratégico o impuesto por las circunstancias, modificó de manera irreversible la percepción que distintos sectores tenían sobre su papel en la vida nacional, marcando el inicio de una etapa donde las decisiones se leerían no solo en términos políticos, sino también en clave moral.

Balaguer la incorporó al servicio exterior, donde desarrolló una trayectoria consular ascendente. Primero fue designada cónsul en Aruba, luego trasladada a Curazao, y finalmente nombrada cónsul general en Caracas, la posición más relevante y políticamente sensible de su carrera diplomática.

En cada puesto dejó evidencia de profesionalismo y firmeza, cualidades que harían aún más inexplicable, y perturbadora, la forma abrupta y oscura en que terminaría su última misión.

Su paso al balaguerismo continúa siendo uno de los capítulos menos estudiados de su trayectoria y plantea interrogantes sobre los factores, políticos, personales o estratégicos, que motivaron esa transición.

1971,  El misterio de Caracas

En 1971, al asumir la embajada dominicana en Caracas, Rafael Bonilla Aybar, un propagandista combativo cuya trayectoria estuvo marcada por la agitación política y la promoción de ideas dirigidas a erosionar el ensayo democrático del país, trasladó su activismo opositor a un escenario diplomático donde su influencia alcanzó nuevas dimensiones.

El Viejo antagonista de la exsenadora Thelma Frías Montalvo desde los primeros años de la década de 1960, encontró en su nombramiento una plataforma idónea para reactivar confrontaciones que nunca habían quedado del todo clausuradas.

Rafael Bonilla Aybar, considerado en amplios sectores populares y progresistas como una de las figuras más repudiadas del período, trasladó a Caracas el estilo beligerante que había marcado su trayectoria política.

Ya instalado como jefe de la misión diplomática dominicana en Venezuela, emprendió una ofensiva soterrada contra la cónsul general Thelma Frías Montalvo, tejiendo una trama de insinuaciones, medias verdades y acusaciones veladas cuidadosamente diseñada para erosionar su credibilidad.

Su actuación, revestida de formalidad diplomática pero guiada por viejas rivalidades y cálculos políticos, inauguró un ambiente enrarecido que pronto derivaría en uno de los episodios más oscuros y controversiales de la época.

En una rueda de prensa convocada por el embajador Rafael Bonilla Aybar, este presentó una versión dramatizada de la “misteriosa desaparición” de la cónsul, insinuando que, de confirmarse un secuestro, el hecho estaría ligado al surgimiento en Santo Domingo de un supuesto movimiento político empeñado en desacreditar la gestión del presidente Joaquín Balaguer y presuntamente dirigido por seguidores del profesor Juan Bosch.

Con esa narrativa, construida a base de insinuaciones y viejas obsesiones políticas, Bonilla Aybar no solo buscaba proyectar nuevamente su animadversión histórica hacia Bosch, de quien había sido un adversario radical, sino también involucrar a la propia funcionaria en un presunto plan para desprestigiar al Gobierno dominicano.

Todo ello revelaba el esfuerzo deliberado del embajador por reactivar la antigua hostilidad que lo enfrentó a Thelma Frías Montalvo, una tensión marcada por pasiones, resentimientos y heridas arrastradas desde los tumultuosos meses del gobierno constitucional de 1963.

A fuerza de rumores dosificados y maniobras retóricas de alto impacto emocional, aquella campaña de descrédito terminó generando una densa atmósfera de confusión que trascendió los pasillos diplomáticos y sembró sospechas tanto en sectores políticos dominicanos como en observadores extranjeros atentos a la dinámica interna del país.

Ese clima enrarecido alcanzó su punto crítico el 1 de octubre de 1971, cuando estalló el episodio más polémico de la vida pública de Thelma Frías Montalvo de Rodríguez. Ese día, su desaparición en Caracas fue divulgada inicialmente como un secuestro atribuido a grupos insurgentes, una hipótesis verosímil en el convulso contexto de la Guerra Fría latinoamericana.

 La noticia desató un torbellino mediático, periódicos y noticiarios de Venezuela y de la República Dominicana colocaron el caso en primera plana, alimentando la percepción de que no se trataba de un incidente menor, sino de un acontecimiento cargado de implicaciones políticas.

El gobierno de Rafael Caldera desplegó una amplia operación de búsqueda que incluyó allanamientos, interrogatorios y la detención de varias personas, entre ellas un exoficial de la Fuerza Aérea Dominicana identificado como John Ávila.

Como resultado de esas pesquisas, las autoridades venezolanas informaron días después que la funcionaria había sido encontrada dormida en un apartamento perteneciente a la pintora Ángela Zago de Bustillo, quien había salido del país poco antes.

Lejos de aclarar el caso, este hallazgo profundizó la incertidumbre. Mientras tanto, en Santo Domingo, el gobierno anunciaba la destitución de Thelma Frías y designaba al doctor Manuel Álvarez Valverde como nuevo cónsul, una decisión tomada al calor de la crisis y bajo una presión mediática que no dejaba espacio para la prudencia.

Llamó la atención que vestía ropa distinta a la de su última aparición pública y que, de forma abrupta, la narrativa oficial reemplazara la palabra “secuestro” por la expresión “reclusión voluntaria”.

Tras su localización, Thelma fue repatriada y, al llegar a Santo Domingo, declaró ser víctima de una conspiración en la que, según denunció, coincidían sectores de izquierda y de derecha. Señaló directamente al embajador dominicano, acusándolo de participar en un complot destinado a destruir su carrera política y manipular el aparato diplomático para ese fin.

El hecho de que el caso jamás fuera esclarecido, alimentado por silencios oficiales, testimonios contradictorios y decisiones gubernamentales dictadas al filo de la improvisación, constituye, en sí mismo, una señal inequívoca de las fuerzas que operaban en las sombras.

Todo apunta a que los mismos sectores que manipularon el golpe de Estado y confrontaron a Thelma Frías aprovecharon el episodio para expulsarla de la vida pública, reescribiendo los hechos según intereses coyunturales.

Aquella madeja de omisiones y versiones incompatibles terminó sepultando cualquier posibilidad de alcanzar una verdad definitiva. Lo que permanece es un enigma histórico atravesado por zonas oscuras, un expediente inconcluso que sigue exigiendo una investigación rigurosa sustentada en archivos oficiales, correspondencias diplomáticas y documentos que, medio siglo después, aún aguardan desclasificación.

El episodio de Caracas reveló también las profundas fracturas del sistema político dominicano. Puso en evidencia las pugnas internas trasladadas al cuerpo diplomático, la vulnerabilidad institucional ante presiones externas y la facilidad con que la narrativa estatal podía ser reescrita sin ofrecer explicaciones convincentes.

Anticipó, además, dinámicas que más tarde se volverían recurrentes, el uso del servicio exterior como escenario de disputas partidarias, la influencia desproporcionada de los medios en decisiones gubernamentales y la fragilidad del aparato estatal en situaciones donde convergen tensiones ideológicas, intereses personales y luchas de poder.

A más de medio siglo, el caso sigue siendo una herida abierta en la memoria política del país. No solo por la falta de una versión oficial coherente, sino porque ilustra con crudeza los obstáculos que enfrentaron las mujeres que irrumpieron en espacios de poder tradicionalmente masculinos.

La abrupta desaparición de Thelma Frías de la vida pública después de 1971 no borró la magnitud de su legado. Al contrario, su historia se ha vuelto imprescindible para comprender un período en que la República Dominicana buscaba afianzar su institucionalidad en medio de presiones internacionales, recelos internos y tensiones ideológicas permanentes.

Revisitar aquel enigma no es solo un ejercicio historiográfico, sino una invitación a examinar cómo el poder, la verdad y la memoria se disputan en el escenario público dominicano.

La desaparición de Thelma Frías no puede entenderse al margen del clima político asfixiante que caracterizó los gobiernos de Joaquín Balaguer en los primeros años de los setenta, un periodo marcado por la vigilancia férrea sobre los opositores, la manipulación informativa y la instrumentalización de la diplomacia con fines políticos.

En ese contexto, la figura del embajador Rafael Bonilla Aybar, cuyas declaraciones públicas eran tan estridentes como políticamente torpes, terminó convirtiéndose en un elemento catalizador.

Sus insinuaciones sobre supuestos complots “dirigidos por boschistas” no solo reavivaron viejos odios personales, sino que alimentaron un ambiente de sospecha que hizo más vulnerable a Thelma dentro de la propia estructura del Estado.

A esto se sumó un hecho que revelaba la crudeza del momento, Frías fue destituida de su cargo aun sin conocerse oficialmente su paradero, una decisión precipitada que dejaba más preguntas que respuestas y que evidenciaba la indiferencia del gobierno ante su seguridad personal. Peor aún, nunca se realizó una investigación gubernamental transparente que explicara lo sucedido en Venezuela, dejando un vacío institucional que alimentó la percepción de encubrimiento y abandono.

La combinación de un gobierno obsesionado con silenciar disidencias y un embajador dispuesto a manipular su posición para ajustar cuentas políticas creó el escenario perfecto para que su desaparición, o posible secuestro, no fuera un hecho aislado, sino la consecuencia de fuerzas que convergían con precisión inquietante, intereses oficiales, rivalidades internas y la peligrosa ligereza de las declaraciones de Bonilla Aybar, que terminaron por exponerla en el peor momento y bajo las peores circunstancias.

Esa cadena de irregularidades culminó, además, en una acusación formal que Thelma Frías presentó tras su regreso al país, señalando directamente al embajador Rafael Bonilla Aybar como responsable de acciones que pusieron en riesgo su integridad y su posición diplomática.

Sin embargo, el gobierno de Joaquín Balaguer nunca mostró el menor interés en esclarecer los hechos, ni investigó las imputaciones, ni intentó ratificar o desmentir las responsabilidades de Bonilla Aybar.

Ese silencio oficial, cómodo para algunos, revelador para otros, dejó la denuncia flotando en un limbo político que protegía al embajador y profundizaba la sensación de impunidad, mientras la figura de Thelma quedaba marcada por una injusticia que jamás fue atendida por el Estado al que había servido.

Con los hechos debidamente organizados, el panorama adquiere una claridad incómoda, todas las piezas apuntan hacia un mismo centro de gravedad. La conducta del embajador Rafael Bonilla Aybar, sus declaraciones irresponsables, sus maniobras políticas, su vieja animadversión hacia Thelma Frías y el poder que ostentaba en un gobierno que premiaba el servilismo, permite concluir que fue él quien articuló, facilitó o cuando menos provocó las condiciones que hicieron posible el secuestro o aislamiento de la exsenadora dominicana en Venezuela.

Nada en la secuencia de acontecimientos sugiere casualidad; por el contrario, la convergencia de intereses, silencios oficiales y oportunas omisiones revela una trama donde Bonilla Aybar emerge no como un mero testigo del caos, sino como su principal arquitecto.

Lo cierto es que, después de 1971, Thelma desapareció de la vida pública. Su figura quedó envuelta en una sombra que contrasta con la intensidad de sus décadas anteriores. Sin embargo la trayectoria de Thelma Frías es un reflejo de la historia dominicana del siglo XX: apasionada, contradictoria, marcada por confrontaciones ideológicas profundas y cambios abruptos en un escenario político convulso.

Defendió causas adelantadas a su tiempo, enfrentó a poderes establecidos y participó en momentos cruciales de construcción democrática.

Hoy, recuperar su historia implica reconocer las raíces feministas que la formaron, la audacia con la que irrumpió en espacios dominados por hombres y la complejidad de sus decisiones políticas.

También exige explorar las zonas grises de su biografía, especialmente el episodio de Caracas, que continúa siendo uno de los enigmas políticos más intrigantes de la época.