Por Doctor Ramón Ceballo
Thelma Frías Montalvo nació el 22 de
febrero de 1915 en Santo Domingo, en un hogar donde la palabra escrita, el
magisterio y la militancia cívica formaban parte inseparable de la vida
cotidiana.
Sus padres, Consuelo Montalvo de Frías y Dhimas (o Dimas) Frías, modelaron un ambiente donde la educación era una misión social y la participación política un deber ciudadano.
De esa intersección familiar surgió una mujer que se movió entre la enseñanza, la acción política, la diplomacia y las turbulencias ideológicas de un país en permanente transición.
La
raíz materna: feminismo, letras y ciudadanía
El peso histórico de su madre,
Consuelo Montalvo, fue decisivo. Periodista, poeta y dirigente de la Acción
Feminista Dominicana (AFD), dejó un legado significativo en el movimiento de
sufragistas por la igualdad de derechos de las mujeres.
Bajo el seudónimo Magnolia,
escribió en la revista Fémina e impulsó con fuerza la participación
política femenina desde la Junta Provincial de la AFD en San Pedro de Macorís.
Defendió el voto de las mujeres, la ampliación de su acceso a la educación y la
necesidad de construir una ciudadanía activa sin distinción de género.
Ese clima intelectual y militante
marcó la formación temprana de Thelma Frías Montalvo de Rodríguez. En su casa,
la política se vivía como vocación de servicio público, y la educación como un
mecanismo de emancipación.
No es casual que su vocación docente
y su compromiso cívico germinaran en ese ambiente. La huella de Consuelo no
solo definió a una hija; contribuyó a sembrar en ella la convicción de que la
mujer tenía un rol protagónico en la vida pública dominicana.
Un
padre respetado, pero aún en penumbra documental
Sobre el padre, Dhimas o Dimas
Frías, las fuentes coinciden en describirlo como un hombre respetado y de
conducta intachable. Sin embargo, la documentación actualmente disponible no
precisa su profesión.
A diferencia de la fuerte presencia
pública de la madre, la figura del padre permanece casi en silencio en los
registros digitales. Su papel en la dinámica familiar pudo haber influido
también en las decisiones tempranas de Thelma.
La
vocación magisterial y el salto a la política nacional
Los datos recopilados indican que
Thelma se formó como maestra, aunque aún no se ha identificado con certeza el
nombre de la Escuela Normal donde estudió. Se sabe, sin embargo, que impartió
docencia durante varios años en San Pedro de Macorís y, posteriormente, en
centros educativos de Santo Domingo.
Durante
los primeros años de la dictadura, Thelma Frías comenzó a forjar el perfil
político que la acompañaría durante toda su vida. Según varios reportes, ya en 1941 se había
integrado a la actividad clandestina
antitrujillista, vinculándose a un pequeño círculo inspirado en
el ideario hostosiano y en la defensa de la educación como herramienta
emancipadora.
A
finales de la década, su compromiso tomó forma más estructurada cuando, en 1948, pasó a
integrarse al grupo “Alfa
y Omega”, una agrupación que perseguía una “revolución
intelectual” orientada a la formación crítica de los jóvenes en los centros
urbanos, apostando por la cultura y la conciencia social como vías de
resistencia frente al totalitarismo.
El tránsito de la docencia a la política se explica tanto por
su temperamento como por la efervescencia política dominicana de mediados del
siglo XX. Durante la dictadura de Trujillo, Thelma se vinculó a la resistencia
clandestina, siendo por esa razón
arrestada y torturada, y luego, el 8 de agosto de 1959, obligada a firmar un
manifiesto anticomunista de adhesión a la causa trujillista, participó en espacios de articulación política y, tras la
caída del régimen, se integró al proceso de reconstrucción democrática.
La
llegada al país de la “Comisión de la Libertad” del PRD, el 5 de julio de 1961,
integrada por Ángel Miolán, Nicolás Silfa y Ramón A. Castillo, marcó el inicio de una nueva etapa política
tras la caída de la dictadura.
Desde
ese mismo día, Thelma Frías se convirtió en una presencia activa y constante
dentro del proceso de reconstrucción partidaria, acompañando a la dirigencia
recién llegada y participando en la instalación de Miolán y sus compañeros en
la que sería la casa nacional del partido del jacho, localizada en la calle El
Conde, No. 13, en la Ciudad Colonial.
Desde entonces, Thelma Frías, quien residía en el sector de Gazcue, del
Distrito Nacional, participó en los
actos más relevantes del PRD y asumió un rol visible en la rearticulación de la
vida democrática, justo en el momento en que el país apenas empezaba a
“aprender a respirar” en libertad. Su presencia no era decorativa ni episódica,
formaba parte del núcleo dirigente que ayudó a ordenar el caos político
heredado de la dictadura y a darle forma a un proyecto democrático aún frágil.
Su capacidad de liderazgo y su firme compromiso con la formación
política la llevaron a ocupar posiciones de especial relevancia en el partido:
·
Primera secretaria de Asuntos
Femeninos del PRD,
responsabilidad desde la cual impulsó la participación política femenina en un
tiempo en que esa presencia era todavía excepcional.
·
Subdirectora fundadora de la
Escuela de Formación Política “Simón Bolívar”, un centro de
adiestramiento ideológico dirigido por el profesor Juan Bosch y que se
convirtió en el corazón intelectual del perredeísmo temprano.
·
En 1962, Thelma Frías alcanzó uno de los hitos más
notables de su trayectoria pública al ser electa senadora del Distrito Nacional,
convirtiéndose en la primera
mujer dominicana en ocupar una curul en el Congreso Nacional.
Su presencia en el hemiciclo no fue simbólica ni decorativa: asumió un rol
activo, combativo y sumamente visible en un momento en que el país intentaba
recomponer sus instituciones tras la dictadura. Un año más tarde, ya bajo el
breve pero trascendental gobierno constitucional de 1963, ascendió a la vicepresidencia del Senado, consolidándose como una figura
pionera en la conquista de espacios de poder político para las mujeres y como
una voz firme en defensa de la institucionalidad democrática..
La combinación de rigor intelectual,
firmeza ideológica y un carácter enérgico la convirtió en una figura influyente
dentro del partido, y la vida política nacional, pero también en un elemento
incómodo para sectores conservadores que se sentían desplazados.
Una
senadora combativa en tiempos de cambio
En el Senado, Thelma Frías fue una
de las voces más sólidas a favor de la educación laica y de la modernización
institucional. Defendió con fervor la reforma constitucional promovida por el
gobierno de Juan Bosch en 1963, orientada a consolidar un Estado democrático,
social y de derecho. También impulsó políticas educativas inspiradas en los
principios hostosianos; ciudadanía crítica, formación integral y justicia
social.
Como Vicepresidente del Senado de la
Republica, dirigió, el operativo de campaña conocido como “La Aplanadora”,
mediante el cual se removieron decenas de funcionarios vinculados a la tiranía trujillista,
situación que generó apoyo entre sectores progresistas, pero también fuertes
reacciones en la élite tradicional. Fue acusada de ateísmo por dirigentes de la
Unión Cívica Nacional, quienes rechazaban la visión educativa que ella
defendía.
Esa
postura provocó de inmediato la reacción de los sectores conservadores de la
oposición, cuyos voceros más estridentes encontraron en los medios un espacio
para intensificar sus ataques. Entre ellos destacó Rafael Bonilla Aybar, quien
desde su tribuna diaria en la emisora La
Voz del Trópico y desde las páginas de su periódico Prensa Libre dirigió una
ofensiva verbal constante, destinadas a minar la credibilidad del gobierno y,
en particular, contra la senadora del Distrito Nacional.
A
su juicio, ella representaba la figura más incómoda del naciente régimen
perredeísta, por lo que concentró en ella buena parte de su artillería
retórica.
Además,
la senadora Thelma Frías Montalvo asumió la ingrata, pero necesaria, tarea de
enfrentar a la alta jerarquía eclesiástica desde el Senado. Su postura crítica
no tardó en despertar reacciones, fue acusada de “atea” por el presidente del Partido Unión Cívica Nacional, el doctor Viriato
Alberto Fiallo Rodríguez, en un intento de desacreditarla públicamente y
reducir el alcance de sus reclamos.
Como
respuesta directa a la línea política impulsada desde el Gobierno y sostenida
con firmeza en el Senado por la vicepresidenta de esa cámara, Thelma Frías Montalvo,
se articuló una contrarreacción de gran alcance.
La
Iglesia
Católica Dominicana, con el respaldo activo de la Embajada de los
Estados Unidos en Santo Domingo y de la Unión Cívica
Nacional, organizó las llamadas “manifestaciones de reafirmación
cristiana”.
Durante
el gobierno constitucional del Presidente Juan Bosch, Rafael Bonilla
Aybar desplegó una oposición frenética, respaldada por una
intensa campaña mediática que contribuyó a tensar aún más el clima político.
Las
manifestaciones promovidas por sectores conservadores, presentadas como actos
de reafirmación moral y defensa de los valores cristianos, terminaron convirtiéndose en uno de los
catalizadores que allanaron el terreno para el golpe de Estado de septiembre de
1963.
En
ese momento decisivo, Bonilla Aybar asumió un rol protagónico, se convirtió en
el vocero visible del grupo cívico-militar que ejecutó la asonada y fue
ampliamente percibido como su principal propagandista e instigador.
La caída del gobierno de Bosch en
septiembre de 1963 abrió un periodo de tensiones internas en el PRD. Desde el
exilio, Thelma terminó rompiendo con Bosch, alegando discrepancias ideológicas
profundas, y aliándose a un pequeño sector encabezado por Ángel Miolán. Ese
quiebre marcó el fin de su etapa como una de las mujeres más emblemáticas del
boschismo.
Del
boschismo al balaguerismo, un giro inesperado
La
política dominicana de los años sesenta y setenta estuvo atravesada por
fracturas, radicalizaciones y bruscos cambios de lealtad. En medio de ese clima
convulso, Thelma Frías protagonizó un giro inesperado al respaldar la
candidatura de Joaquín Balaguer, contra el profesor Juan Bosch, en las
elecciones de 1966.
Su decisión la colocó en la misma ruta que
líderes históricos como Ángel Miolán, Ramón
A. Castillo, José Brea Peña, entre otros, convirtiéndola en
una de las figuras más visibles del grupo de exdirigentes perredeístas que
terminó integrándose al nuevo gobierno.
Esa
decisión, interpretada por algunos como un gesto pragmático y por otros como
una ruptura frontal con las convicciones que hasta entonces habían guiado su
trayectoria, abrió una fase completamente distinta en su vida pública.
Para
sus simpatizantes, se trató de una adaptación necesaria a un escenario político
turbulento; para sus críticos, fue el punto exacto en que su figura dejó de
representar coherencia y comenzó a moverse bajo la lógica de los equilibrios
coyunturales.
Lo
cierto es que ese viraje, estratégico o impuesto por las circunstancias,
modificó de manera irreversible la percepción que distintos sectores tenían
sobre su papel en la vida nacional, marcando el inicio de una etapa donde las
decisiones se leerían no solo en términos políticos, sino también en clave
moral.
Balaguer
la incorporó al servicio exterior, donde desarrolló una trayectoria consular
ascendente. Primero fue designada cónsul en Aruba, luego trasladada a Curazao,
y finalmente nombrada cónsul
general en Caracas, la posición más relevante y políticamente
sensible de su carrera diplomática.
En
cada puesto dejó evidencia de profesionalismo y firmeza, cualidades que harían
aún más inexplicable, y perturbadora, la forma abrupta y oscura en que
terminaría su última misión.
Su paso al balaguerismo continúa
siendo uno de los capítulos menos estudiados de su trayectoria y plantea interrogantes
sobre los factores, políticos, personales o estratégicos, que motivaron esa
transición.
1971, El misterio de Caracas
En 1971, al asumir la embajada dominicana en Caracas, Rafael Bonilla
Aybar, un propagandista combativo cuya trayectoria estuvo marcada por la
agitación política y la promoción de ideas dirigidas a erosionar el ensayo
democrático del país, trasladó su activismo opositor a un escenario diplomático
donde su influencia alcanzó nuevas dimensiones.
El Viejo antagonista de la exsenadora Thelma Frías Montalvo desde los
primeros años de la década de 1960, encontró en su nombramiento una plataforma
idónea para reactivar confrontaciones que nunca habían quedado del todo
clausuradas.
Rafael Bonilla Aybar, considerado en amplios sectores populares y
progresistas como una de las figuras más repudiadas del período, trasladó a
Caracas el estilo beligerante que había marcado su trayectoria política.
Ya instalado como jefe de la misión diplomática dominicana en Venezuela,
emprendió una ofensiva soterrada contra la cónsul general Thelma Frías Montalvo,
tejiendo una trama de insinuaciones, medias verdades y acusaciones veladas
cuidadosamente diseñada para erosionar su credibilidad.
Su actuación, revestida de formalidad diplomática pero guiada por viejas
rivalidades y cálculos políticos, inauguró un ambiente enrarecido que pronto
derivaría en uno de los episodios más oscuros y controversiales de la época.
En una rueda de prensa convocada por el embajador Rafael Bonilla Aybar,
este presentó una versión dramatizada de la “misteriosa desaparición” de la
cónsul, insinuando que, de confirmarse un secuestro, el hecho estaría ligado al
surgimiento en Santo Domingo de un supuesto movimiento político empeñado en
desacreditar la gestión del presidente Joaquín
Balaguer y presuntamente dirigido por seguidores del profesor Juan Bosch.
Con esa narrativa, construida a base de insinuaciones y viejas
obsesiones políticas, Bonilla Aybar no solo buscaba proyectar nuevamente su
animadversión histórica hacia Bosch, de quien había sido un adversario radical,
sino también involucrar a la propia funcionaria en un presunto plan para
desprestigiar al Gobierno dominicano.
Todo ello revelaba el esfuerzo deliberado del embajador por reactivar la
antigua hostilidad que lo enfrentó a Thelma
Frías Montalvo, una
tensión marcada por pasiones, resentimientos y heridas arrastradas desde los
tumultuosos meses del gobierno constitucional de 1963.
A fuerza de rumores dosificados y maniobras retóricas de alto impacto
emocional, aquella campaña de descrédito terminó generando una densa atmósfera
de confusión que trascendió los pasillos diplomáticos y sembró sospechas tanto
en sectores políticos dominicanos como en observadores extranjeros atentos a la
dinámica interna del país.
Ese clima enrarecido alcanzó su punto crítico el 1 de octubre de 1971,
cuando estalló el episodio más polémico de la vida pública de Thelma Frías
Montalvo de Rodríguez. Ese día, su desaparición en Caracas fue divulgada
inicialmente como un secuestro atribuido a grupos insurgentes, una hipótesis
verosímil en el convulso contexto de la Guerra Fría latinoamericana.
La noticia desató un torbellino
mediático, periódicos y noticiarios de Venezuela y de la República Dominicana
colocaron el caso en primera plana, alimentando la percepción de que no se
trataba de un incidente menor, sino de un acontecimiento cargado de
implicaciones políticas.
El gobierno de Rafael Caldera desplegó una amplia operación de búsqueda
que incluyó allanamientos, interrogatorios y la detención de varias personas,
entre ellas un exoficial de la Fuerza Aérea Dominicana identificado como John
Ávila.
Como resultado de esas pesquisas, las autoridades venezolanas informaron
días después que la funcionaria había sido encontrada dormida en un apartamento
perteneciente a la pintora Ángela Zago de Bustillo, quien había salido del país
poco antes.
Lejos de aclarar el caso, este hallazgo profundizó la incertidumbre.
Mientras tanto, en Santo Domingo, el gobierno anunciaba la destitución de
Thelma Frías y designaba al doctor Manuel Álvarez Valverde como nuevo cónsul,
una decisión tomada al calor de la crisis y bajo una presión mediática que no
dejaba espacio para la prudencia.
Llamó la atención que vestía ropa distinta a la de su última aparición
pública y que, de forma abrupta, la narrativa oficial reemplazara la palabra
“secuestro” por la expresión “reclusión voluntaria”.
Tras su localización, Thelma fue repatriada y, al llegar a Santo
Domingo, declaró ser víctima de una conspiración en la que, según denunció,
coincidían sectores de izquierda y de derecha. Señaló directamente al embajador
dominicano, acusándolo de participar en un complot destinado a destruir su carrera
política y manipular el aparato diplomático para ese fin.
El hecho de que el caso jamás fuera esclarecido, alimentado por
silencios oficiales, testimonios contradictorios y decisiones gubernamentales
dictadas al filo de la improvisación, constituye, en sí mismo, una señal
inequívoca de las fuerzas que operaban en las sombras.
Todo apunta a que los mismos sectores que manipularon el golpe de Estado
y confrontaron a Thelma Frías aprovecharon el episodio para expulsarla de la
vida pública, reescribiendo los hechos según intereses coyunturales.
Aquella madeja de omisiones y versiones incompatibles terminó sepultando
cualquier posibilidad de alcanzar una verdad definitiva. Lo que permanece es un
enigma histórico atravesado por zonas oscuras, un expediente inconcluso que
sigue exigiendo una investigación rigurosa sustentada en archivos oficiales,
correspondencias diplomáticas y documentos que, medio siglo después, aún
aguardan desclasificación.
El episodio de Caracas reveló también las profundas fracturas del
sistema político dominicano. Puso en evidencia las pugnas internas trasladadas
al cuerpo diplomático, la vulnerabilidad institucional ante presiones externas
y la facilidad con que la narrativa estatal podía ser reescrita sin ofrecer
explicaciones convincentes.
Anticipó, además, dinámicas que más tarde se volverían recurrentes, el
uso del servicio exterior como escenario de disputas partidarias, la influencia
desproporcionada de los medios en decisiones gubernamentales y la fragilidad
del aparato estatal en situaciones donde convergen tensiones ideológicas,
intereses personales y luchas de poder.
A más de medio siglo, el caso sigue siendo una herida abierta en la
memoria política del país. No solo por la falta de una versión oficial
coherente, sino porque ilustra con crudeza los obstáculos que enfrentaron las
mujeres que irrumpieron en espacios de poder tradicionalmente masculinos.
La abrupta desaparición de Thelma Frías de la vida pública después de
1971 no borró la magnitud de su legado. Al contrario, su historia se ha vuelto
imprescindible para comprender un período en que la República Dominicana
buscaba afianzar su institucionalidad en medio de presiones internacionales,
recelos internos y tensiones ideológicas permanentes.
Revisitar aquel enigma no es solo un ejercicio historiográfico, sino una
invitación a examinar cómo el poder, la verdad y la memoria se disputan en el
escenario público dominicano.
La desaparición de Thelma Frías no puede entenderse al margen del clima
político asfixiante que caracterizó los gobiernos de Joaquín Balaguer en los
primeros años de los setenta, un periodo marcado por la vigilancia férrea sobre
los opositores, la manipulación informativa y la instrumentalización de la
diplomacia con fines políticos.
En ese contexto, la figura del embajador Rafael Bonilla Aybar, cuyas
declaraciones públicas eran tan estridentes como políticamente torpes, terminó
convirtiéndose en un elemento catalizador.
Sus insinuaciones sobre supuestos complots “dirigidos por boschistas” no
solo reavivaron viejos odios personales, sino que alimentaron un ambiente de
sospecha que hizo más vulnerable a Thelma dentro de la propia estructura del
Estado.
A esto se sumó un hecho que revelaba la crudeza del momento, Frías fue
destituida de su cargo aun sin conocerse oficialmente su paradero, una decisión
precipitada que dejaba más preguntas que respuestas y que evidenciaba la
indiferencia del gobierno ante su seguridad personal. Peor aún, nunca se
realizó una investigación gubernamental transparente que explicara lo sucedido
en Venezuela, dejando un vacío institucional que alimentó la percepción de
encubrimiento y abandono.
La combinación de un gobierno obsesionado con silenciar disidencias y un
embajador dispuesto a manipular su posición para ajustar cuentas políticas creó
el escenario perfecto para que su desaparición, o posible secuestro, no fuera
un hecho aislado, sino la consecuencia de fuerzas que convergían con precisión
inquietante, intereses oficiales, rivalidades internas y la peligrosa ligereza
de las declaraciones de Bonilla Aybar, que terminaron por exponerla en el peor
momento y bajo las peores circunstancias.
Esa cadena de irregularidades culminó, además, en una acusación formal
que Thelma Frías presentó tras su regreso al país, señalando directamente al embajador
Rafael Bonilla Aybar como responsable de acciones que pusieron en riesgo su
integridad y su posición diplomática.
Sin embargo, el gobierno de Joaquín Balaguer nunca mostró el menor
interés en esclarecer los hechos, ni investigó las imputaciones, ni intentó
ratificar o desmentir las responsabilidades de Bonilla Aybar.
Ese silencio oficial, cómodo para algunos, revelador para otros, dejó la
denuncia flotando en un limbo político que protegía al embajador y profundizaba
la sensación de impunidad, mientras la figura de Thelma quedaba marcada por una
injusticia que jamás fue atendida por el Estado al que había servido.
Con los hechos debidamente organizados, el panorama adquiere una
claridad incómoda, todas las piezas apuntan hacia un mismo centro de gravedad.
La conducta del embajador Rafael Bonilla Aybar, sus declaraciones
irresponsables, sus maniobras políticas, su vieja animadversión hacia Thelma
Frías y el poder que ostentaba en un gobierno que premiaba el servilismo,
permite concluir que fue él quien articuló, facilitó o cuando menos provocó las
condiciones que hicieron posible el secuestro o aislamiento de la exsenadora
dominicana en Venezuela.
Nada en la secuencia de acontecimientos sugiere casualidad; por el
contrario, la convergencia de intereses, silencios oficiales y oportunas
omisiones revela una trama donde Bonilla Aybar emerge no como un mero testigo
del caos, sino como su principal arquitecto.
Lo cierto es que, después de 1971,
Thelma desapareció de la vida pública. Su figura quedó envuelta en una sombra
que contrasta con la intensidad de sus décadas anteriores. Sin embargo la
trayectoria de Thelma Frías es un reflejo de la historia dominicana del siglo
XX: apasionada, contradictoria, marcada por confrontaciones ideológicas
profundas y cambios abruptos en un escenario político convulso.
Defendió causas adelantadas a su
tiempo, enfrentó a poderes establecidos y participó en momentos cruciales de
construcción democrática.
Hoy, recuperar su historia implica
reconocer las raíces feministas que la formaron, la audacia con la que irrumpió
en espacios dominados por hombres y la complejidad de sus decisiones políticas.
También exige explorar las zonas
grises de su biografía, especialmente el episodio de Caracas, que continúa
siendo uno de los enigmas políticos más intrigantes de la época.
